Ana María Matute confesó haber abandonado la tartamudez de su miedo interno bajo los bombardeos, quizás la gaguera de la vida la despistó entre el retumbante martilleo de la máquina de escribir, su artilugio mágico del tiempo, con el que inventaba eras, mundos, modos y vidas, una cultura del decir encabalgado de palabras, de cuentos y novelas, nacidos desde el tiempo precoz, muy niño y muy frágil, tan doloroso como las lacerantes llagas de un país herido de sí mismo, maltrecho de atraso e incultura, contuso de desentendimiento, hambriento entre heridas provocadas por hermanos, destinadas a permanecer en la memoria para siempre, a veces en la ignominia, en los cementerios, en las cunetas, en los rencores y en los usos ideológicos prolongadamente inmaduros. Pueblo bárbaro y genial, cruel hasta en lo festivo.