Un tranvía de flores para Lisboa
El tranvía amarillo de Lisboa se detuvo, y con él, el pulso de la ciudad. El eco del accidente es una herida abierta en el corazón de un pueblo que he aprendido a amar. Mi vínculo con Lisboa no es turístico, sino una conexión que se ha forjado en la “dulzura portuguesa del vivir amorriñado”, como escribí en mi poema ‘Credo de Portugal’. Es la serenidad del fatalismo que compartimos los gallegos, una fe inquebrantable en la capacidad de sobreponernos, sin dramatismo, con la confianza de quienes saben que la vida continúa su trayecto.
En este momento de dolor, pienso en los hijos de Lisboa que Fernando Pessoa hizo inmortales y en los amigos que la ciudad me ha regalado. Personas como el desaparecido Manuel Cordo Boullosa, o visionarios como Amancio López Seijas, que con el Foro La Toja construyen puentes de diálogo entre España y Portugal. Ellos representan el alma que se niega a vivir de espaldas, a la que los portugueses llaman “costas voltadas”. Esa frase, tan cargada de melancolía es cuento, literatura que desmienten los días con sus hechos.
Y es que, como he defendido en mi obra, el periodismo y la cultura son un mismo cauce, un río que no entiende de fronteras. He dedicado mi vida a narrar historias que revelan el alma de los lugares, a conectar sensibilidades a través de la palabra. En Lisboa, esa conexión es casi familiar. Recuerdo que hace años, en una de mis visitas, me contaron una anécdota sobre el fado, que me conmovió profundamente: decían que la saudade no es solo la añoranza del pasado, sino la esperanza de que aquello que amamos y que se ha ido, vuelva. En ese pensamiento, en ese delicado equilibrio entre lo que fue y lo que puede ser, encuentro la esencia de mi propia forma de entender la vida.
La canción ‘Un tranvía de flores para Amalia’ que compuse para María do Ceo no es solo una metáfora. Es la vida misma que continúa. Mi tranvía, el de esa canción, recorre cada día la ciudad, entre la que fuera la casa de Amália Rodrigues y su tumba, en un viaje de profundo respeto. Y los lisboetas, sensibles, humildes, agradecidos, en un gesto de homenaje silencioso, revolucionario casi, lo llenan de claveles, como flores rojas de un pasado de resistencia que no se olvida. Este tranvía es el símbolo de la memoria activa de un pueblo que, incluso en el dolor, no deja de florecer.
La mejor manera de honrar a los heridos y de recordar a los que ya no están es dejar que la vida siga fluyendo, con la misma fuerza que el Tajo que baña la ciudad. Como un poema, la recuperación debe ser tan rápida como la belleza de un azulejo. Que el tranvía de la vida, a su ritmo, nos recuerde que, en los trayectos más difíciles, la esperanza florece, y siempre hay una canción que nos eleva, la de la eterna Amália.
Todo debe seguir: el turismo, los negocios, el arte. Porque, como he dicho en tantas ocasiones, “a vida e a obra, a história e a memória, são o mesmo rio. E a melhor forma de demonstrar o nosso afeto é continuarmos a caminhar juntos” (“la vida y la obra, la historia y la memoria, son un mismo río. Y la mejor forma de demostrar nuestro afecto es seguir caminando juntos”). Um grande abraço.
Alberto Barciela
Periodista