El mar merece respeto, aun así reclama y admite audacias, quizás motivadas por el horizonte casi infinito. El ser humano, en la búsqueda de sí mismo, de completar inquietudes y afanes, de responder a su curiosidad, acepta con gusto el reto de los nuevos rumbos, sugeridos por el permanente otear –en el sentido de escudriñar, registrar o mirar con cuidado– desde la costa acantilada o arenosa; por los astros, con sus sugerencias y misteriosas desapariciones, con su luz y sus sombras; por los vientos y sus furias; por los objetos bárbaros dibujados de adarce y depositados sobre las playas, en la rayuela de las mareas; o por los propios variados peces, amorfos a veces, sin duda origen de los mitos. Del mar venimos, de él escuchamos historias de taberna, con matices salitrosos y sabor a aventura, fruto de la realidad o de la imaginación poderosa de los navegantes ya sin cubierta, narradores impagables de verdades y de sueños, de amores insondables con sirenas, y de esos pequeños tesoros que suponen su relato a toda vela, inspiradores de literatos y poetas. Y al mar tornamos siempre, porque la vida va, como la nave de Fellini, y vuelve, con sus desafíos, con la necesidad de rellenar cada día con renovados entusiasmos.