Colombia, el país de la belleza
“Llevo conspirando por la paz en Colombia casi desde que nací”. (Gabriel García Márquez, 1927-2014)
Hay países que se sienten en la piel antes de pisarlos, y Colombia, como casi toda Iberoamérica, es uno de ellos.
Como un overol de tela basta que se viste con la dignidad del trabajo, o como el liquilique que abriga el alma y la hace bailar vallenato, esta nación se teje con una fibra que no se compra ni se vende: su gente. He de confesar que, tras esa inolvidable experiencia en Cartagena de Indias, cuando la ciudad nos acogió con la generosidad de una madre, el corazón se me hizo más ancho. Cartagena de Indias, el más hermoso patrimonio histórico y global con su Caribe o Pereira y el Eje Cafetero, que me dejaron impregnado de ese olor a café recién tostado que es a la vez brisa y consuelo... El alma se me quedó ensimismada en sus paisajes. Aquella aventura, en el mes de marzo pasado, con motivo del VIII Congreso De Editores de Medios Unión Europea - América Latina promovido por PRESTOMEDIA y que tuve el honor de dirigir –como en Bogotá en 2017–, fue el momento que selló en nuestra memoria un pacto de admiración y cariño, de proximidad definitiva a esa tierra mágica.
Colombia, una nación que el mundo, por ignorancia o por pereza, quiso reducir a un cliché manido de narcotráfico y el fantasma de la violencia, lleva décadas empeñada en demostrar que su realidad es mucho más rica y compleja. Quienes hemos tenido el privilegio de recorrerla en una mínima parte, sabemos que el turismo no es solo un motor de la economía, como demuestran los datos del Consejo Mundial de Viajes y Turismo (WTTC), que apuntan a un crecimiento sostenido que ha hecho trepidar de prosperidad a múltiples sectores. No, la industria del viaje, que mi amigo Amancio López Seijas bautizó con fortuna como la de la felicidad, es el batacazo a la narrativa del miedo y como tal hemos de ayudar a consolidarse.
El viajero de hoy ya no busca lo exótico, sino lo auténtico, y Colombia ofrece un abanico de sensaciones que no se agotan. En las calles de Cartagena, uno puede bandearse entre la historia de sus murallas de piedra y la vida nocturna de sus bares. En el Eje Cafetero, en medio del coto de sus montañas, uno entiende que el aroma a café es el alma del país y el Valle de Cocora, con sus palmas de cera del Quindío (Ceroxylon quindiuense) –allí tuve el gran honor de plantar una, en nombre de los congresista–, se antoja un milagro botánico. En cada rincón, el color del país salta a la vista: desde los balcones adornados con buganvillas de la Ciudad Amurallada hasta el melado de las haciendas cafeteras.
Colombia empieza y termina en Gabo, con todos los colombianos en medio. Es una verdad tan rotunda como las tormentas de lluvia que azotaron las calles de Macondo. En esa encrucijada entre lo real y lo imaginario, encontramos la figura del maestro Gabriel García Márquez y la obra magna que nos legó: la Fundación Gabo. Es aquí, en Cartagena, donde la magia del Caribe se encuentra con la deontología del periodismo. Y al frente de esta quimera, se erige con una seriedad que raya en lo místico, el buen y gran Jaime Abello Banfi, el custodio de un legado que trasciende los libros para hacerse carne y sangre en la vida de su gente.
La Fundación Gabo no es un mero museo de recuerdos. Es un faro que proyecta la ética de Gabo sobre el periodismo de Iberoamérica, una reverencia a ese oficio que él consideraba “el mejor del mundo”. Con la misma convicción que el maestro, la fundación promueve un periodismo que no trepide ante el poder y que no tergiverse la verdad a su antojo. Jaime Abello, un hombre que ha sabido mantenerse firme en los procesos más difíciles para salvaguardar la visión del Nobel, encarna la resiliencia que uno encuentra en las expresiones populares de esta tierra, como aquellos que dicen que “donde hay ganas, hay maña” o “más hace una hormiga andando que un buey echado”.
Y es aquí donde el legado de Gabo se conecta, por una suerte de realismo mágico, con la vocación turística de Colombia. Macondo, que tengo pendiente visitar como Marina, la hija de Amancio hizo, es real, no como una esquirla de la ficción, sino como un mapa sensible que nos permite entender el alma del país. La figura de Gabo, de la mano de la Fundación, es un aliciente para el turismo cultural. A través de la ‘Ruta Macondo’ y los esfuerzos de la entidad que cuida la memoria del literato, el mundo puede descubrir y vivir no solo los escenarios de sus novelas, sino la calidez de sus gentes y la resiliencia de un país que, como los coroneles de la literatura, se niega a morir.
No se puede hablar de Colombia sin referirse a su gente. La calidez del colombiano es un salón de baile sin igual, una cualidad que ha sobrevivido a la adversidad. Pienso en la gente de las ciudades y los pueblos, en los meseros de los cafés y los artesanos en los mercados, en los campesinos de las montañas y los felices pescadores del Caribe. En cada conversación, en cada sonrisa, uno descubre una filosofía de vida que bien podría resumirse en uno de sus dichos más sabios que conocemos: "no dar papaya",. Un consejo de supervivencia que es a la vez una invitación a la perspicacia y un manual de vida.
Colombia nos lo dio todo, empezando por ese cariño diáfano, a la intemperie, que nos hizo sentir en casa. Ahora, sé que la deuda es grande, y la mejor forma de pagarla es con la verdad y la admiración. Es nuestro deber amplificar las voces que construyen, que trabajan y que, a pesar de los fantasmagóricos zarpazos de la violencia, siguen levantando un país que reverdece. Porque al final de la jornada, como decía Jaime Abello, "Gabo quería la paz con mayúscula, no la de los comunicados de prensa". La verdadera paz, como el arroz de azafrán y mero, se cuece a fuego lento con el esfuerzo diario, la solidaridad y una prensa valiente.
Una última joya del maestro que, como una “llamarada etusa”, ilumina el camino de la esperanza que Colombia ha decidido recorrer, sin importar que a los tontos de siempre se les antoje lo contrario: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Volveremos a Colombia para ensalzar de nuevo la maestría de Gabo y celebrarla con su pueblo, probablemente en 2027. Y allí, es seguro, que nos encontraremos con Jaime Abello y Fernando Quijano; con tantos amigos, con Andrés Valencia, Arturo Bravo, Eduardo Ávila, Jaime Gaez, Jhon Jairo Ocampo, José Fernando Ballesteros, Kelvin Beltrán o Ángélica García; y, por supuesto, con toda la familia de EDITORES, y lo haremos en paz.
Alberto Barciela
Periodista
Miembro de la mesa del turismo de España
Vicepresidente de EDITORED