Santiago de Chile, el ayer de la ciudad
Al margen de los sectores más privilegiados, en Santiago de Chile solamente existen “islotes” de nuevas poblaciones y “villas” donde apenas pudiéramos hallarlas. La Catedral, abajo. Ñuñoz, alto. El barrio de San Cristóbal. He ahí las floraciones de la estrenada ciudad de Santiago, que habrá de acrecentarse tiempo después a través de sus “centros” menos poblados. Pues, en verdad, Santiago exhibe una singularidad: la de carecer de “transiciones”. Así, en Morandé y Amunátegui –calles muy céntricas– nos encontramos próximos al “Mapocho”, un arrabal de contrarias características. Cerca de la Cárcel, oteando la luz del poniente, se sitúan casas y bodegones de un piso, techo de tejas y algún hermoso farol que se quedó huérfano de luz, frente al todopoderoso “foco eléctrico”. También, taciturnas cantinas y puertas entornadas que esconden algún camastro en una “pieza” más baja que la acera.
“Del otro lado del río, en un barrio con buenas casas, vemos en cualquier calle atravesada el mismo cuadro anterior. Son las ‘viejas señoras propietarias’, ya inválidas, rodeadas de nietos y confesores sumamente celosos del patrimonio de la Santa Iglesia, que viven sus últimos años sin tentar la aventura de nueva edificación”, afirma el reconocido geógrafo e historiador chileno Benjamín Subercaseaux en su imprescindible obra Chile o una loca geografía, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, sexta edición, abril de 1988.
Como curiosidad culinaria, es llamativa la manera que tienen los chilenos de servir los huevos cocidos dentro de una copa. Y de comer “cochayuyo” –un alga sabrosa que pocos extranjeros llevan a la boca– y la “cazuela” o, como decía un ciudadano argentino, “ese puchero metido dentro del caldo”. A criterio de muchas personas, Santiago es la capital menos “colonial” de la costa del Pacífico. El “santiaguino”, eso sí, no da la impresión de tener posición “moderna” y anticolonial. La mirada se centra en los espléndidos parques. El “Parque Forestal”, de día, solitario; en el paseo vespertino, en cambio, colmado de alegre muchachada. Barquilleros y bicicletas. En el extremo poniente, el parque de la “Quinta Normal”, el refugio de las charangas del Ejército de Salvación, filósofos “naturistas” y niños “inquietos”, que pasan su “cimarra” jugando a la “rayuela” o columpiándose en los viejos botes de la laguna, hasta el punto de casi zozobrar.
Asimismo, en un barrio que otrora era céntrico y que la “modernidad” fue relegando a las antípodas, se amalgaman una Escuela Militar, un cuartel, un estadio, la Penitenciaría y el Hipódromo, esto es, el Club Hípico. Extensas avenidas cortadas por calles anchas, pero sencillas y torpemente edificadas. Vetustas mansiones, ya deterioradas, y casas de dos ventanas y una puerta, aunque de vez en cuando aparece un “conventillo”, rimando con una atmósfera de cuartel de clamorosas dianas y de olor a cuero y a paja. De improviso, una riqueza boscosa: el “Parque Cousiño”, el “parque” por antonomasia. Antaño tenía un paseo de coches e infantiles sonrisas bajo la sombrilla de encajes. Elevados eucaliptos y un hálito de jinetes y “amazonas” al estilo europeo. Barrios de “San Diego” y “San Pablo”. El barrio ferroviario, el de “Mapocho”. Nos contemplan el cerro de Santa Lucía y los añosos puentes sobre el río, dubitativo y silente.