Restaurante Ramón Freixa, un exquisito remanso de paz en Madrid
En el preludio de un otoño que aún promete ser cálido, la calle Velázquez, en el corazón del distrito de Salamanca, se presenta como un lienzo donde la luz de Madrid se posa con una elegancia serena. Al llegar a la altura del número 24, en su casi intersección con Goya, se siente el latido de un lujo sigiloso, una quietud que solo la historia de una ciudad puede otorgar. Aquí, las aceras se convierten en un paseo por la alta costura de la arquitectura, donde las fachadas clásicas de los edificios se adornan con balcones de hierro forjado que parecen susurrar historias de otros tiempos. El aire, aún tibio, acaricia los toldos de las boutiques y las terrazas de los cafés que comienzan a llenarse de tertulias vespertinas. Cerca de ese emblemático número 24, la presencia del Hotel Wellington, un faro de tradición y exclusividad, marca el compás de la zona. Es un rincón donde la sofisticación no es estridente, sino un halo que envuelve cada rincón, desde los escaparates hasta el murmullo de las fuentes.
En este rincón del Madrid más exclusivo, con el Parque del Retiro a un paso, el tiempo parece ralentizarse, invitando a una pausa reflexiva. La luz del atardecer, filtrándose entre las copas de los árboles, dora las fachadas y convierte el asfalto en un espejo de ámbar, reflejando la belleza de una ciudad que se prepara para acoger la melancolía del otoño, sin perder ni un ápice de su majestuosidad.
En ese rincón, donde la alta costura de la arquitectura se funde con la historia, se encuentra la esencia de un hogar gastronómico: el restaurante de Ramón Freixa y su pareja David del Castillo, experto en comunicación y marketing, la conjugación perfecta, el maridaje humano impecable si me permiten la expresión. A la entrada de este lugar privilegiado, me siento acogido por la calidez de unos anfitriones que entienden que el lujo más sublime es la afabilidad. Freixa, con sus precedentes dos estrellas Michelin y tres Soles Repsol, no es solo un cocinero, sino un artesano que eleva el producto a la categoría de arte, un “producto 10”, resultado de un equilibrio entre la tradición y la vanguardia. Freixa lo sentenció con la precisión de un polímata: “La cocina de vanguardia sin raíces no es nada. Es como un árbol sin tierra, no puede crecer”, una verdad que se degusta en cada plato. Él es un fractal y su cocina se ramifica hacia el absoluto de los manjares.
La elegancia del espacio, una oda a la interiorista Alejandra Pombo, se divide en dos narrativas: Tradición, un espacio que evoca la calidez de las brasseries parisinas, y Atelier, un taller de creatividad donde la alta cocina se encuentra con la vanguardia. Cada rincón, desde los balcones de hierro forjado hasta la luz quemada del casi otoño, se convierte en un remanso de paz. La sobriedad del cuadro de Antonio Saura dialoga con la elegancia del espacio. El equipo de sala y cocina, elevado en exquisitez, es una coreografía rítmica, pautada, que se refleja en sonrisas amables y un carácter afable, y que hace sentir que la experiencia no es una comida, sino un relato perceptivo, una “narrativa sensorial que se despliega bocado a bocado, lo que transforma la experiencia en algo mucho más personal y memorable”. La historia y la tradición son la masa madre sobre la que se fermenta la vanguardia de Freixa, como demuestra el carro de servicio que ha traído del restaurante familiar, con guiños elevados a los vinos, los mariscos y las carnes gallegos.
Al final de la velada, después de una sobremesa donde el tiempo se detiene, la comida sosegada se convierte en una tertulia, y la sensación es de haber encontrado un hogar gastronómico en Madrid. Ramón Freixa y David han creado un universo de estrellas que no solo encontrarán enseguida el máximo reconocimiento de la guía Michelin, sino, y sobre todo, el de la clientela. Un lugar donde la excelencia de la cocina se abraza con el calor humano, donde la elegancia y el saber se conjugan para ofrecer una experiencia que es a la vez personal y sublime, un remanso de paz para el alma que se disfruta, como su bodega, con el alma. Como le dije a David, “las palabras se degustan, a veces resultan insuficientes para describir tanto”, por eso esta experiencia es indescriptible, hay que probarla, vivirla, sentirla y compartirla.
Alberto Barciela
Periodista
Premio Nacional de Gastronomía Álvaro Cunqueiro