Vigo: De los baúles-mundo a la valija diplomática
La ciudad de Vigo fabricó mundos. A comienzos del siglo XX, eran prestigiosas las manufacturas de ‘Artículos para Viaje’ de Manuel Gómez Valdés, en Rogelio Abalde, o las de Tomás Carnero, en Urzaiz. Sus catálogos, reflejo de una era en ebullición, incluían cajas para camarote, maletas de forma cubana, americana o vienesa, y hasta sombrereras y cajas para automóvil. Un baúl armario de madera podía alcanzar las 170 pesetas, mientras una maleta pequeña de cartón apenas suponía un desembolso de 2,50. La modernidad, en 1908, se llamaba fibra vulcanizada, y la ciudad olívica vibraba en vanguardia, en sintonía con la demanda de un mercado ligado a las estaciones marítima y de ferrocarril.
Los muelles eran un hervidero. El galpón –un simple cobertizo– y la primitiva Estación Marítima veían un ajetreo constante de vidas, afanes y hatos. Los boteros trasladaban hacia los buques, anclados en la ría, las cajas que contenían existencias enteras. Las compañías trasatlánticas se desentendían de los bultos si el percance provenía de “accidente de mar o causa de fuerza mayor”, y, en caso de extravío, la indemnización máxima por “un mundo o baúl” era de 500 pesetas. En esos baúles viajaban los sueños de miles de emigrantes. Como referencia, un pasaje en tercera clase preferente a La Habana costaba 225 pesetas en 1908, una suma considerable si se compara con los 80 pesos mensuales que podía ganar una lavandera en Brasil o las 15 que cobraba un estibador de muelles.
De ese Vigo de partidas zarpó, como tantos otros, Cesáreo González. Su familia de Nogueira de Ramuín lo destinaba al oficio de paragüero, pero él, tras hacer las maletas, se la jugó en Cuba, se fugó a México y edificó un imperio. Creó la mítica sala de fiestas Savoy, impulsó la llegada de Citroën, presidió el Celta de Vigo, compró el Gran Hotel –hoy Edificio El Moderno– y revolucionó el cine español con Suevia Films, la productora que hizo brillar a Lola Flores, Carmen Sevilla o Joselito, casi siempre con las islas Cíes como telón de fondo.
Pero Vigo no solo fue un lugar de despedidas, sino también de bienvenidas. A la ciudad “Fiel, Leal, Valerosa y Siempre Benéfica” arribó, ansioso de mundos, un barbero ambulante del Deza: Xosé Otero Abeledo, Laxeiro. Llegó para empaparse de su espíritu libertario y, años más tarde, regresaría de su ‘sexilio’ voluntario en Buenos Aires para convertirse en eje de una época dorada de artistas, periodistas y empresarios. Con él, en las tertulias del Derby y el Goya o en la Taberna de Eligio, se congregaban Urbano Lugrís, José María Barreiro, Eduardo Blanco Amor, Celso Emilio Ferreiro, Valentín Paz Andrade o Carlos Oroza, una generación de irrepetibles “chimpatazas”.
El bagaje de estos creadores era inmenso, como el contenido de aquellas maletas legendarias que pueblan la historia: el baúl de Verdi, hallado con miles de páginas autógrafas; el arca de Fernando Pessoa, que contenía veintisiete mil cuartillas de desasosiegos; la ‘Maleta Mexicana’ de Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour, con sus negativos de la Guerra Civil; o la de Eduardo Pondal, que regaló a Galicia su épica con Os Eoas.
La maleta de Laxeiro, sin embargo, no contenía manuscritos ni obras de arte, aunque su llegada era igualmente celebrada. Cada cierto tiempo, puntual desde Donramiro, arribaba a Vigo una valija muy especial. No la traían las impagables carretonas de la estación, pero su presencia se sabía en toda la ciudad gracias a un pregonero de excepción. Era Urbano Lugrís quien, con el entusiasmo de su apetito voraz, proclamaba a los cuatro vientos: “¡Xa chegou a valixa diplomática!”.
Dentro no había documentos secretos, sino un tesoro gastronómico: un cocido “plegado”, repleto de chorizos, lacón, tocino, cacheira y gallina de Lalín. Con su contenido se armaba un festín fraternal que desaparecía como por ensalmo. Una llave puede abrir un cofre, y un cofre contener una historia. Laxeiro era un maestro en el arte de la oralidad prodigiosa; nadie distinguía en sus cuentos la frontera entre lo cierto y lo imaginado. Era esa impostura previsible y mágica que los de Lalín saben aplicar a los frutos de la tierra para crear manjares.
Lo contaba en las tertulias aquel ex barbero ambulante, como si fuese el guion de una película de Cesáreo González o un relato de Álvaro Cunqueiro, el mismo que, según me narró Manolo Cores ‘Chocolate’, dividía al cerdo en regiones romanas: “Laconia, Cacheira, Tocinia...”. Aquella “valija diplomática” era la prueba de que en Vigo no solo se fabricaban maletas para contener mundos; también llegaban para abrirlos y compartirlos en torno a una mesa.
Alberto Barciela
Periodista