Sabores entrañables, aromas y texturas, recuerdos de momentos compartiendo la comida con seres queridos. Volver a oler algunos de los aromas clásicos de nuestra infancia nos ha hecho muchas veces remontarnos a esa época. E incluso recordar una escena nítidamente, con todo lujo de detalles.
Hablemos de influencias culinarias. El historiador Claudio Sánchez-Albornoz, con ascendencia gallega por vía materna, en ‘España, un enigma histórico’, califica a Galicia como “un pueblo a la defensiva”, y explica que los muchos pueblos que ingresaron a la península por el sur o atravesando los Pirineos, avanzaron hasta llegar al Fin de la Tierra galaica, y allí se detuvieron y terminaron conviviendo con los nativos.
En la era del grito, como llamo a este tiempo en que nos toca vivir, donde parece imposible que dos personas se pongan de acuerdo sin agredirse ni descalificarse mutuamente, bueno es acudir a la lectura, viajar por la historia, saber de dónde venimos, cómo llegamos hasta aquí, a un siglo XXI que parecía improbable para nuestros ancestros, convencidos de un siempre inminente Apocalipsis.
Mi primera experiencia con el llanto de las tipas, real, fue en la acera del restaurante Morriña, sobre el boulevard Olleros, en el barrio de Belgrano de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires hace una década. Sucedió en una noche de verano, sentado en una de las mesas al aire libre acompañando a un amigo que me visitaba antes del despacho nocturno.
Analogía entre indianos y estancieros, recetas y costumbres de nuevos ricos. Desde mitad del siglo XIX, cuando se inicia la emigración masiva de hombres y mujeres deseosos de ‘hacer la América’, y principios del siglo XX, los que lograron hacer fortuna y regresaron a su tierra natal fueron, en muchos casos, llamados indianos o americanos. Lo primero que hacían era construir una gran mansión, o palacios, y gozar de su nueva posición de ‘señor’ entre sus antiguos vecinos, instalándose largas temporadas o definitivamente, mientras regresaban esporádicamente al sitio origen de su fortuna, dejando al frente de los negocios a un administrador que poco a poco se apoderaba de todo.
Aún en la época de la Independencia, más de la mitad del actual territorio argentino, habitado por pueblos originarios, apenas había sido pisado por europeos, salvo cautivas o cautivos, prófugos de la justicia o aventureros como el francés autotitulado ‘rey de la araucaria’. Un paisaje, natural y humano, que José Hernández describió con maestría en su ‘Martín Fierro’. El ‘desierto’ era el nombre empleado por el ‘hombre y la mujer civilizada’ para referirse a esas planicies interminables, fuente de futuras riquezas para el país que amanecía.
La carbonada es un caso especial dentro del recetario de la cocina criolla. Alguna vez tocamos el tema en esta columna, pero vale recordarlo, ya que llevamos casi 22 años escribiendo aquí, y los lectores se renuevan. Vamos al asunto: Ya hacia fines de la colonia, la combinación dentro de la cocina criolla, en particular porteña, de la ciudad y de la campaña, daba como resultado platos con marcados rasgos españoles pero con evidente adaptación a los productos del país; después de la independencia de España, y la inmigración masiva en la segunda mitad del siglo XIX, el intercambio cultural y gastronómico se acentuó. Los recién llegados concluyeron aclimatándose a la carne asada, muchos platos europeos, si bien adaptados a los ingredientes nativos, se impusieron y cobraron genuina ciudadanía criolla.
En los bodegones porteños, desde fines del siglo XIX, es plato ineludible en invierno el guiso de lentejas, y costumbre que se mantiene en las mesas familiares. Plato económico elegido por la clase trabajadora, poco a poco subió en la escala social y se comenzó a presentar en elegantes cazuelitas en restaurantes más ‘pitucos’. Pero, ¿de dónde vino este plato tan apreciado por los argentinos? La historia indica que esta legumbre llegó a América a partir del siglo XVI, traída por los españoles en los primeros viajes. Era, ya entonces, partícipe de los guisos ofrecidos en fondas y posadas de España.
No comas nada que no comiese tu abuela. La frase, inspirada en la de Michael Pollan (“No comas nada que tu abuela no reconocería como comida”), se podría complementar con otra del mismo autor: “Si viene de una planta cómelo, si fue hecho en una planta no lo comas”. En ambos casos es un llamado de atención sobre los productos alimenticios que se ofrecen en los supermercados, de dudoso origen y composición, y que en sus publicidades hacen afirmaciones sobre la salud. Al respecto, Pollan es contundente: “…una afirmación sobre los beneficios sobre la salud en un alimento industrial es un fuerte indicador de que no es realmente comida”.
Los poetas no mueren, mientras alguien los lea. Recordar es dar vida, y en la columna de hoy pretendo, precisamente, recordar a un poeta. Conocí personalmente a Rodolfo Alonso en una oficina del Centro Gallego de Buenos Aires, cuando le hice una entrevista para la revista ‘Xa’, que yo dirigía.
Sociedades sin identidad, e individuos sin raíces, suele ser el resultado inevitable del deterioro cultural en la posmodernidad. Es un hecho que en la civilización tecnológica en que vivimos inmersos, existe una grave crisis espiritual, una ausencia de propósitos, de pasado y futuro; aunque siempre habrá mujeres y hombres dispuestos a no perder su esencia más humana, de aferrarse a las raíces que por generaciones nos unieron naturalmente a la Tierra.
La civilización del grito, la era del grito, o la generación sin memoria, tal vez sean los nombres que los historiadores del futuro pongan a esta sociedad en que vivimos, ahora mismo, en pleno siglo XXI. Concentrándonos en el tema alimentación, y coincidiendo con los investigadores que afirman ‘cocinar hizo al hombre’ (Faustino Cordón), o ‘la palabra nació a partir del hecho de cocinar’, sin duda estaremos de acuerdo en que estamos involucionando de manera acelerada hacia el individualismo más atroz, y el mutismo.