Opinión

Cocina gallega

Un niño llamado Daniel detrás de las rejas de un mostrador observa con los ojos muy abiertos las caricaturas de la revista ‘Caras y Caretas’ que alguien de paso por un paraje olvidado de la Pampa habrá olvidado. El niño, seguramente trataría de imaginar en el rugido del viento las olas del mar en su natal Rianxo. No entendería porqué el negocio de su padre se llamaba pulpería, sin mar cerca ni pulpos a la vista, tampoco el sentido de las gruesas rejas de hierro, por más que le explicaran que eran para protección, separación entre pulpero y clientes, defensa en caso de ataques o intentos de robos. De tanto en tanto, especulamos, se le escaparía al pequeño alguna palabra en gallego provocando muecas en los gauchos que verían con desagrado la llegada de gringos, turcos y gayegos a sus pagos insólitamente alambrados. El padre del niño había emigrado a la Argentina en 1886. Cuando Daniel cumplió 3 meses. En vez de ir a Rosario, una ciudad pujante, donde la familia de su esposa gozaba de buena posición económica, decidió instalarse solo en Bernasconi, que se fundaría oficialmente en 1888, 9 años después que el general Roca culminara la llamada Conquista del desierto. Ya fuera por la mala decisión en la elección de su destino en el país de acogida, o su inhabilidad comercial, la aventura fue un fracaso. Pero antes, en 1895, la madre de Daniel, no dispuesta a engrosar el grupo de las “viudas de vivos” visibilizadas por Rosalía de Castro, decidió unirse a su marido, y 5 años después lo convenció de regresar a Galicia. Ya adulto, Daniel Alfonso Rodríguez Castelao, Castelao a secas para todos nosotros, evitaría hablar de ésta, su primera emigración a la Argentina. Seguramente la mala experiencia, las penurias compartidas con la familia en aquel lugar inhóspito, no eran algo que quisiera recordar.

Se preguntará el eventual lector qué comerían en aquellos parajes los Castelao, y solo podemos conjeturar. En aquella época, y en aquella Pampa donde supo andar el “bandido rural” Juan Bautista Bairoletto (nacido en 1894) en la década de 1920, la dieta se basaba en la caza, la recolección y una agricultura incipiente. Guanacos y perdices solían aportar carne, avestruces y otras aves huevos suficientes (¿alguna tortilla con esos huevos estaría en la mesa del pequeño Daniel?). Con el tiempo la carne de vacuno y ovino llegaría a las mesas de la pampa húmeda, pero no eran comunes los asados que se popularizarían en el siglo XX. Abundarían las sopas, los guisos, pucheros con choclos, y algunos vegetales. Posiblemente quesos, mantecas, con la llegada de inmigrantes. Pero poco más. Difícilmente el saludo a los visitantes, si los había, sería con nuestro clásico “¿ya comiste?”. Incluso en 1950, cuando un joven doctor, René Favaloro, llega a Jacinto Arauz (a tiro de cañón de Bernasconi), podría la caza y los huevos de ave ser base de la dieta y forma de pagar las consultas al doctorcito rural. En fin, no deja ser creíble la idea de un pequeño que inspirado en ‘Caras y Caretas’, haya llegado luego a ser gran dibujante y caricaturista, escritor y político comprometido con su pueblo. La emblemática revista, fundada por el español Eustaquio Pellicer en 1890 en Montevideo, y editada desde 1898 en Buenos Aires con la incorporación de José Álvarez (Fray Mocho) en la dirección, fue la primera publicación de su tipo que alcanzó un carácter masivo (por lo que no sorprende que algunos ejemplares hayan estado en la pulpería de Bernasconi). Allí dibujaron los españoles Manuel Mayol ‘Heráclito’, Luís Pardo, José María Cao, y escribieron muchos grandes escritores, desde Valle-Inclán y Unamuno hasta Darío, Lugones, Quiroga, Payró, entre otros.

En la obra escrita de Castelao, la acción de comer, los alimentos y la subsistencia, está muy presente. La dicotomía hambre y apetito en Galicia, las desigualdades están presentes en sus relatos y epígrafes de sus dibujos. Castelao apunta a la división de las clases a partir de lo que comen: las altas carne en abundancia, pescados, mariscos, postres, azúcar, buenos vinos; las bajas, patatas y pan. Denuncia las condiciones en que viven los campesinos y pescadores a manos de los caciques y el injusto reparto de bienes entre los trabajadores y los señores feudales que viven de rentas. El individuo es responsable de ganar su sustento y además necesita estar en alerta constante para comer y no ser comido. En una de sus viñetas más famosas se lee este dialogo entre dos paisanos: -Hay que acabar con los caciques de antes, dice uno. - Y con los de ahora, si no le parece mal, responde el otro. Sin duda, los caciques para Castelao simbolizaban el mal, la corrupción política, sometimiento del pueblo y manipulación de su libertad. Por ello, siempre se refirió a ellos sin metáforas ni matices, llamando al pan, pan, y al vino, vino. Planteó o intuyó una constante atemporal que pareciera estar presente en este 2025, año de Castelao. La pregunta que surge de inmediato es: ¿a qué Castelao se le dedica el año? Hay muchas formas de morir. La peor, seguramente, es a manos del olvido. Lo dice el refrán: “Aunque tocan las campanas, no tocan por los que mueren; tocan por los que están vivos, para que de ellos se acuerden”. Pero también se mata tergiversando el pensamiento del difunto, utilizándolo maquiavélicamente para llevar agua al molino propio. Seguramente demandará otra crónica desarrollar esta idea, imaginar qué pensaría Castelao si viera la realidad de la Galicia territorial, y la ideal soñada por él. Mientras tanto, vamos a la cocina imaginando unos faragullos (¿antecedente del reviro guaraní?) que bautizaremos con su nombre.

Faragullos de Castelao

Ingredientes: 100 grs. de harina, 125 cl. de leche, 1 huevo, 50 gs. de panceta ahumada.

Preparación: Batimos el huevo junto con la leche, salamos. Vamos añadiendo la harina de a poco hasta conseguir una pasta semilíquida. En una sartén con un poco de aceite, freír los tacos de panceta hasta dorar. Reservar. En la misma sartén, echar la masa. Cuando empiece a cuajar, dar vuelta y romperla, revolviendo con cuchara de madera hasta conseguir pequeños trozos dorados. Luego, incorporar los torreznos para integrarlos y servir.