Opinión

Cocina Gallega: No comas nada que no comiese tu abuela

No comas nada que no comiese tu abuela. La frase, inspirada en la de Michael Pollan (“No comas nada que tu abuela no reconocería como comida”), se podría complementar con otra del mismo autor: “Si viene de una planta cómelo, si fue hecho en una planta no lo comas”. En ambos casos es un llamado de atención sobre los productos alimenticios que se ofrecen en los supermercados, de dudoso origen y composición, y que en sus publicidades hacen afirmaciones sobre la salud. Al respecto, Pollan es contundente: “…una afirmación sobre los beneficios sobre la salud en un alimento industrial es un fuerte indicador de que no es realmente comida”.

Cocina Gallega: No comas nada que no comiese tu abuela

No comas nada que no comiese tu abuela. La frase, inspirada en la de Michael Pollan (“No comas nada que tu abuela no reconocería como comida”), se podría complementar con otra del mismo autor: “Si viene de una planta cómelo, si fue hecho en una planta no lo comas”. En ambos casos es un llamado de atención sobre los productos alimenticios que se ofrecen en los supermercados, de dudoso origen y composición, y que en sus publicidades hacen afirmaciones sobre la salud. Al respecto, Pollan es contundente: “…una afirmación sobre los beneficios sobre la salud en un alimento industrial es un fuerte indicador de que no es realmente comida”. Por supuesto, muchos saldrán a defender la practicidad de los ultraprocesados, los que se descongelan, y se cocinan en un “periquete”, o en un “abrir y cerrar de ojos”, para ser más explícitos. Pero volviendo a la primera frase, cuando cocinaban las abuelas, de cada cocina emanaba un aroma que las distinguía. Podemos intuir que en una sociedad con tanta inmigración, como la Argentina, se podría adivinar la nacionalidad de los habitantes de una casa (o una habitación, en el caso de los conventillos) por el olor que desprendían sus ollas. En el aire flotaban olores que planteaban distintas identidades culinarias. En las cocinas, vestigios de harina, frituras, ajos, pescados, albahaca, comino, pimentón, laurel, manchas producidas por el azafrán en la mesada, en fin, no hacía falta ser Sherlock Holmes para adivinar el origen de quienes cocinaban y comían en una casa. Los mismos delantales de las abuelas podían delatar qué tipo de comida era habitual. Eran tiempos en que las recetas, transmitidas de boca en boca, o escritas en papeles sueltos o cuadernos, o los recetarios en ediciones rústicas, se guardaban en las alacenas, al alcance de la mano; y no estaban en lujosos libros llenos de fotografías del chef estrella del momento, que ocupa un sitio de privilegio en la biblioteca, y se mantienen impecables porque difícilmente alguien se ocupe de leerlos. Lo paradójico, es que teniendo hoy, por efecto de la globalización, la posibilidad de incursionar incluso en cocinas de otros países, otros sabores, texturas, y aromas, ampliando incluso nuestra propia cocina, nos limitamos a reducir nuestro abanico de posibilidades adoptando las monográficas posibilidades que ofrece la industria, sabores únicos (no por su exquisitez, sino por su estandarización), en los que la identidad se diluye.

En este punto, más de uno dirá que la cocina tradicional inmoviliza, es un corset que no permite la innovación. Nada más alejado de la realidad. Por supuesto que lo tradicional conecta con el pasado, son costumbres heredadas que nos identifican al vincularnos emocionalmente, y permitirnos compartirlas con nuestros semejantes, y mostrarlas con orgullo a quienes no las conocen. Pero, en la cocina, cada generación va modificando el fogón para adaptarlo a las nuevas circunstancias; lo “de toda la vida” es sometido a la aprobación de cada pueblo. No en vano la Unesco indica que un plato, para integrar el patrimonio cultural gastronómico de un pueblo, debe ser considerado propio, estar vigente en las mesas. Si prestamos atención, en la cocina actual de cada país hay platos tradicionales que no tienen demasiados años de antigüedad, pero conservan las características que permiten identificarlos como propios. De la misma forma en que la incorporación del maíz, tomate y el pimiento, el cacao o la vainilla, entre otros muchos productos americanos, modificaron las cocinas europeas y asiáticas, y la llegada de carnes vacunas, ovinas y porcinas, nuevos cereales, enriquecieron la cocina americana, la difusión de productos como la soja, las algas, o frutas tropicales, influirán en lo que se llamará “cocina tradicional” en las próximas generaciones.

Lo importante es, volviendo a los consejos de Michael Pollan, no comer nada que no se pudra, ya que “la comida de verdad o está viva o lleva poco tiempo muerta. En todo caso, el margen que la separa de ser basura es pequeño. Todo lo que no cumpla este requisito es porque ha sido procesado hasta la inmoralidad con tantos agentes químicos que no atrae ni hongos ni bacterias; si no reconoce un ingrediente es probable que se trate de un componente químico. No hay pruebas de que estos sean un peligro para la salud, pero piénselo: la raza humana no lleva mucho tiempo comiéndolos”. “Coma solo animales que hayan comido bien: La evolución ha diseñado fantásticos rumiantes, capaces de convertir hierba en grasas saludables (mucho omega tres y poco omega seis). La industria alimentaria los ha cogido y los ha cebado de pienso energético para que crezcan más y peor”. Por otro lado, en lo posible cocinemos lo que vamos a comer, y compartir con nuestros seres queridos. Entendamos que “tradicional” no es sinónimo de “viejo”, sino la cara visible de nuestra identidad, lo que nos gusta, y dispara recuerdos entrañables guardados en la memoria. Mi abuela molía a golpes al pulpo, y echaba una moneda de cobre en la olla de hierro, porque, decía, el cobre lo ayuda a que salga tierno. Obviando estos actos, trato de mantener la tradición.

Pulpo a la gallega

Ingredientes: 1½ kilo de pulpo, ½ kilo de papas, aceite de oliva, pimentón, sal gorda.

Preparación: Sacar el pulpo del congelador y dejarlo a temperatura ambiente hasta que esté totalmente descongelado. Lavar, y esparcir sal gruesa por encima. Dejar unos 30 minutos. Lavar. Poner una olla al fuego, con abundante agua. Antiguamente se usaban calderos de cobre, pero se puede usar una olla de acero inoxidable o aluminio. Cuando el agua empiece a hervir introducir el pulpo varias veces, hasta que los tentáculos se enrollen hacia arriba. Dejarlo en el agua y que hierva a fuego alto, calculando 20/30 minutos desde que recupere ebullición, por kilo. Pincharlo de vez en cuando para comprobar cuando está tierno. Apagar el fuego y dejar 10 minutos, luego sacar el pulpo del agua, escurrirlo y cortarlo con tijera (la manera tradicional) o cuchillo. En la misma agua de cocer el pulpo, cocer las papas, peladas y cortadas en rodajas grandes (cachelos). Cuando estén  tiernas sacarlas, escurrirlas bien y reservarlas. Lo típico es disponer las rodajas de pulpo en platos individuales de madera, pero si no hay disponibles, preparar una fuente de servicio y colocar en el fondo las papas y sobre ellas los trozos de pulpo formando una capa. Echar por encima unos granos de sal gruesa, y espolvorear con el pimentón y por último añadir el aceite de oliva.