Ríos, montañas e indígenas de las tierras chilenas
Si observamos las laderas de la “puna”, veremos que algunos de los indígenas “quéchuas” y “aimaraes” han labrado sus terrazas de cultivos, captando algunos riachuelos. Ellos han construido toscas viviendas que configuran pequeños lugares suspendidos sobre los abismos. Alejados del mundo, viven ahí, apartados de la influencia de la civilización: sosegados y hieráticos, su mirada alargada de los ojos incaicos, cara enjuta y cierta fraternidad que mantienen desde la época de Atahualpa.
¡Cordilleras del norte, junto con los desiertos de la pampa! El enorme baluarte de Chile. Recordamos la aventura del capitán Almagro, cuando se internó por esas montañas, así como el estado en que ellas lo devolvieron al descender hasta el sur: en andrajos y con los dedos helados que se le desprendían junto con las botas, el rostro partido por el partido por el viento y los ojos ulcerados por los hielos. ¿Nombres geográficos que aluden a las luchas del hombre con los elementos que reinan en estos parajes? Monte de la Niebla, Mulas-Muertas o Monte de la Pena. Paso Come-Caballos, Vega del Agua Helada o Quebrada de los Pastos Largos.
He aquí los nombres indígenas: Incahuasi e Imilac y Carachapampa. Asimismo, los sumisos diminutivos del “indio manso”: Tronquitos, Conitos de los Infieles, Juncalito. “Región abrupta e indomable, jamás será habitada por el hombre blanco”, afirma el gran geógrafo e historiador chileno Benjamín Subercaseaux en su admirada obra Chile o una loca geografía, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 6ª edición, abril de 1988.
Así, pues, tales montañas deberían dar origen a ríos caudalosos. Ello acontecería si las lluvias fueran más constantes, los glaciares más extensos y, desde luego, si no tuvieran que atravesar un desierto que se bebe el agua con el “doble labio” del suelo y del cielo. Terroso y salino suelo. Y una atmósfera seca, apenas lluvias, capaz de arrancarles el agua hasta a los cadáveres que después metamorfoseará en puras momias. He ahí cómo estos “cadáveres de los ríos” –que son esos pequeños arroyos intermitentes– acaban por sumirse en la pampa o se encharcan en las regiones bajas que, al evaporarse el agua, van acumulando su residuo hasta el punto de formar “blancas sábanas” inmaculadas en la negrura de los cerros vecinos. ¡Son los “salares”!
El “salar” de Atacama –en la punta de idéntico nombre– es el más vasto, pues de extremo a extremo mide la distancia que hay entre las ciudades de Valparaiso y Santiago de Chile, en línea recta. Otros, como el de Ascotán, encierran “bórax” en vez de sal común. Edades atrás, hubo en estos lugares varios ríos que ya no existen. De vez en cuando se ven en la pampa formidables quebradas de cuarenta y cien metros de profundidad que indican la presencia de antiguos “lechos”, ahora calcinados por el sol. Uno de ellos subsistió –salvo que se formara después–, el llamado “Loa”: el único que nace en la cordillera y alcanza el mar. “Casi a la altura en que cruza la frontera el ferrocarril de Antofagasta a Oruro –continúa el geógrafo Subercaseaux–, a unos 15 quilómetros al oeste, se alza un macizo de seis mil metros. Sus tres cumbres (la Negra, la Baya y el Aucanquilcha) sirven de cuna a una pequeña hoya de riachuelos de tan poco caudal, que el punto donde se reúnen se denomina ‘Lago Seco’. Orientados hacia el norte al principio, tuercen luego al oeste y llegan al sur: un paraje llamado ‘Pozo del Miño’, a 3.900 metros de altura”.