Opinión

Cocina Gallega: En la era del grito

En la era del grito, como llamo a este tiempo en que nos toca vivir, donde parece imposible que dos personas se pongan de acuerdo sin agredirse ni descalificarse mutuamente, bueno es acudir a la lectura, viajar por la historia, saber de dónde venimos, cómo llegamos hasta aquí, a un siglo XXI que parecía improbable para nuestros ancestros, convencidos de un siempre inminente Apocalipsis.

Cocina Gallega: En la era del grito

Decía Voltaire que lo diferente (el bárbaro, el otro) debía ser comprendido desde la razón, ya que el elemento racional es lo que nos une a todos. Sin ánimo de filosofar, desde la cocina, intuimos que todos utilizan los mismos principios para guisar desde del neolítico, cuando nuestros antepasados encendían la hoguera y se reunían alrededor del caldero, y socializaron, compartieron el alimento en paz; fortalecieron lazos familiares y rasgos de identidad cultural. Comenzó así a diferenciarse cada gastronomía, las costumbres, las tradiciones culinarias de pueblo en pueblo, añadiendo peculiaridades a cada plato; la cultura, asignando modos y hábitos, qué, cuándo y con quién comer en cada sociedad. Cocina y gastronomía se plantearon como esencia de lo humano, peculiaridades diferenciadoras entre humanos y demás animales.

Las primeras noticias referidas a la comida las encontramos en las leyendas o mitos, luego en referencias de historiadores como Heródoto, poetas como Homero o Arquestrato, naturalistas como Plinio el Viejo, o viajeros y comerciantes como el joven Solón. Todos entendieron que las referencias a alimentos, modos de cocinarlos, y cómo y con quién comer, identificaban más que otros datos a las distintas etnias. Las recetas, claro, se transmitían oralmente. Con la aparición de la imprenta, cocineros de la nobleza no resistieron la tentación de ver impresas sus recetas en libros que, en general, llevaban en vez de su nombre el del señor bajo cuya protección laboraban día y noche en cocinas subterráneas, mal aireadas y húmedas. Hubo excepciones, como el francés llamado Taillevent que puso su nombre al Viandier, y el español Martínez Motiño, cuyo Arte de Cozina fue referencia durante siglos para los cocineros.

Con la Revolución francesa, el ocaso de las monarquías absolutistas, la proliferación de restaurantes y una burguesía ávida por disfrutar los placeres de la buena mesa, los recetarios poblaron las alacenas. Yo poseo un ejemplar, ajado por el uso, de ‘La cocinera criolla. Recetario curativo doméstico’, segunda edición (1915), impreso en Barcelona, y firmado por Marta. La autora, bisnieta de Estanislao López, y fallecida en 1957, se llamaba en realidad Mercedes Mauricia Cullen, oriunda de Santa Fe (Argentina). Por los prejuicios de la época utilizó un seudónimo para firmar un libro que llegó a sumar 36 ediciones. La obra reúne 250 recetas de variado origen, menús de abstinencia, y un tratado de medicina casera, que, según la autora, contiene recetas que tienen a favor “una tradición respetable en los hogares antiguos, y han sido aconsejadas por médicos amigos”. Para muestra, 2 platos: Milanesas para enfermos. Se raspa o se pica carne de vaca, y se le agrega un migajón de pan remojado, perejil, sal y pimienta; se mezcla bien, se le da forma de bifes, se envuelven en pan rallado y se fríen en manteca o buen aceite. Bebida para convalecientes. Batir 6 yemas con ½ Kg. de azúcar, añadir buen vino y 2 cdas. de canela, mezclar bien y tomar 2 copas por día”. En fin, que comer y leer son dos maneras de alimentarse, y en ese orden (vivo, luego pienso) lo entendían los antiguos filósofos, buenos anfitriones, sibaritas, entusiastas de la sobremesa, y cocineros apasionados. Hoy en día, como sucede en otras áreas del conocimiento, han surgido intermediarios que pretenden uniformar el gusto de sus semejantes, someterlos a sus caprichos estéticos (casi nadie se anima a contradecir en voz alta los dictados de estos gurúes).

Hay master chefs que buscan sorprender con sus maquetas artísticas a la moda, sin tener en cuenta lo que suceda en el estómago y el espíritu del comensal, devaluando un arte que contiene la esencia de la humanidad. Un arte que al igual que un beso es puro instinto, amor, efímero pero inolvidable. Que no nos quiten los sabores y aromas de la memoria, ni el placer de cocinar. Aconsejo, como Don Álvaro Cunqueiro, conocer profundamente la cocina propia, para que sea fácil apreciar la ajena. Añado, que también es necesario conocer la cultura del semejante, para comprender sus acciones, nutrirse con nuevos conocimientos para poder sentarse a la mesa y conversar amigablemente, aunque, eventualmente, al despedirse después de disfrutar la sobremesa, cada uno de los comensales mantenga sus puntos de vistas, sus gustos personales sobre la comida, la política o la religión. La razón, volviendo a Voltaire, nos puede unir aun respetando las diferencias. Cocinar humaniza, compartir alimentos y conocimientos enaltece, nos permite autoproclamarnos civilizados de acuerdo a la definición del término (Civilización: conjunto de costumbres, ideas, creencias, cultura y conocimientos científicos y técnicos que caracterizan a un grupo humano en un momento de su evolución). Vayamos, entonces, a la cocina con unos bifes a la criolla, que nos recuerda algún bistec vuelta y vuelta en la sartén apenas untada con grasa, sobre la cocina a leña de nuestra casa natal en el Val de Quiroga, cerca del Sil añorado.

Bifes a la criolla

Ingredientes: 1 Kg. de bifes de cuadril cortados muy delgados, 2 cebollas, 1 pimiento rojo, 2 dientes de ajo, 1 Kg. de papas, 150 grs. de arvejas, 3 tomates picados, 1 taza de caldo de verdura, pimienta, laurel, pimentón, orégano, sal, pimienta.

Preparación: Sellamos la carne por ambos lados con aceite de oliva. Cuando tome color, poner las papas cortadas en rodajas finas, el laurel, la cebolla en aros, el tomate, el pimiento y el ajo picado. Mover un poco, añadir un chorrito de caldo, el pimentón, el orégano, sal y pimienta. Cubrir con el caldo caliente, y cocinar a fuego suave. Unos minutos antes de retirar, añadir las arvejas.