La impresión que tuvieron los porteños a partir de 1860, ante la imagen de los inmigrantes que llegaban al puerto de Buenos Aires, no fue muy buena, especialmente en las clases acomodadas que veían con cierto estupor cómo miles de desarropados ganaban las calles de la ciudad y ocupaban los mínimos cuartuchos de los conventillos (en algunos casos instalados, curiosamente, en enormes residencias abandonadas en la zona sur después de la epidemia de