Opinión

Cocina Gallega

Al margen de las fórmulas de rigor al iniciar el diálogo epistolar (…nosotros, por aquí todos con salud, G.A.D.), con la propia letra temblorosa temiendo dañar el “papel de avión”, o la cuidada caligrafía de quien prestaba el servicio al corresponsal de turno, en la mayoría de las cartas que transportaban las alegrías, infortunios, excusas o mentiras de los emigrantes hasta una lejana y olvidada tierra en el norte España, no dejaban de mencionar (especialmente si llegaban desde Buenos Aires) la gran cantidad de comida que se arrojaba a los cestos de basura. En ese contexto, me llamó la atención una carta de lectores publicada en El País, y firmada por Juana Gallego, de Barcelona. Dice lo siguiente: “En estos días se han difundido varias noticias inquietantes: la desigualdad crece, los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. En Barcelona hay niños que pasan hambre. Todos sabemos que en el mundo desarrollado se despilfarra a manos llenas, en España concretamente, toneladas de alimentos al año van a la basura. Todos tenemos alguna responsabilidad. Pero algunos más que otros. Según he sabido, en algunas escuelas de cocina de Barcelona, en las que los alumnos pagan una buena matrícula que incluye gastos de material, lo que cocinan no solo no lo aprovechan los propios alumnos, sino que va directamente a la basura. Me han informado que rapes enteros, gambas, carne o cualquier tipo de alimento que hayan usado los alumnos, una vez cocinado y acabado la práctica, va directamente a la basura. Ya que los alimentos no pueden ser aprovechado por los alumnos –no se por qué– ¿no podrían donar estos alimentos a alguna institución o entidad –Cáritas, ONG, Cruz Roja, etc.– que los distribuyese entre personas necesitadas? En tiempos en que aumenta la precariedad, proliferan los pobres y cada vez hay más personas con dificultades para llegar a fin de mes, me parece una auténtica inmoralidad que comida en perfectas condiciones se tire a la basura después de cocinada. Ojalá los responsables de esas escuelas no se vean nunca en la situación de tener que rebuscar en los contenedores”. Para reflexionar. Muchos de nosotros nacimos con la cultura del aprovechamiento, desde la compra de zapatos más grandes a los niños, para no tener que renovarlos por natural crecimiento a los pocos meses, hasta los remiendos en la ropa, mandato de recoger las migas de pan, y creatividad para reutilizar la comida sobrante. De esta última costumbre nacen platos entrañables, budines de pan, torrijas, salpicones, tortillas, escabeches, y necesarios faragullos. Llama la atención, tal vez no tanto conociendo los métodos pedagógicos de muchas de estas instituciones, en la carta de Juana Gallego, que en una escuela de cocina no se enseñe a los futuros cocineros a respetar aquel precepto casi religioso de nuestras abuelas: “la comida no se tira”, ni a comprender que la gastronomía de los pueblos nace de la necesidad. En otros tiempos gente como, por ejemplo, Parmentier, investigaban nuevos alimentos (como la humilde patata) y creativas maneras de elaboración con el objetivo de alimentar a un pueblo que pasaba hambre de verdad; o Benjamin Thompson, Conde de Rumford, que inventó, entro otros ingenios, grandes hornos destinados a cocinar sopas para alimentar a miles de pobres. Hasta Escoffier se interesó por revisar las recetas tradicionales. Hoy, observamos con pena que muchos nuevos chef (no les agrada que los llamen cocineros) lo único que buscan es sorprender centrándose en lo visual, lo trasgresor, el apoyo tecnológico, el plagio de las genialidades del gurú de moda. Muchos ni siquiera se sonrojan cuando afirman que el producto de su cocina no es para comer, ¡válgame, Dios! diría mi abuela, diestra en las artes de sacarle jugo a un hueso para elaborar mil caldos, a cual más sabroso. También hacía enfaragulladas, cuando servían de cena y plato único como las filloas de caldo, y de postre bastaban los cuentos susurrados a la luz del candil. A nuestro Álvaro Cunqueiro ya le gustaban como postre. “Y lo que más sabe de los faragullos es el encontrar en el bocado escondido un torreznito, que pone en la boca, al lado de la miel, un punto de salado”, escribió. El maestro de Mondoñedo siempre destacó la capacidad del pueblo gallego para lograr, por propia adivinación de felices asociaciones de elementos, platos emblemáticos como el lacón con grelos. Destaca también la costumbre de los labradores que, al terminar de beber el caldo del lacón o el cocido, tiran en la cunca un chorro de vino, giran el líquido para que recoja el sabor y lo beben dando por terminada la cena. Esos si son experimentos gastronómicos válidos, audaces, de probada eficacia. Por algo se incorporan al patrimonio cultural de las naciones, y perduran en la memoria. Vamos, entonces, con unos faragullos sencillos, sin grasa de cerdo pero bien enxebres.


Faragullos-Ingredientes: 4 huevos, 60 grs. de harina, 100 grs. de panceta ahumada, aceite de oliva, agua o leche, sal, miel.


Preparación: Batir los huevos, y añadir poco a poco la harina, agua o leche hasta lograr una masa homogénea algo espesa. Incorporar pizca de sal. En una sartén, con una cucharada de aceite, dorar la panceta cortada en pequeños cubos. Hechos los torreznos, volcar encima la pasta y revolver enérgicamente hasta que esté frita. Desmigar con una espátula, disponer los faragullos en fuente o platos de postre y rociar con abundante miel.