Opinión

Cocina Gallega

Para los que nacimos a mediados del siglo pasado, es común sorprendernos usando términos que los jóvenes adictos a los crípticos mensajes de texto no entienden. Pero no dejó de inquietarme un adolescente de casi treinta años cuando exclamó: “¿persona de bien? ¿Qué es eso?”. Después de unos segundos de estupor, caí en la cuenta que el concepto es obsoleto para las nuevas generaciones fascinadas por lo efímero, el endiosamiento de lo actual, la fama a cualquier precio. Todos quieren ser exitosos, fuertes, bellos, poderosos, mediáticos. En ese contexto, ¿hay algo menos atractivo que ser buena persona? La idea generalizada, asocia la buena persona con el sacrificio, la renuncia a si mismo y entrega total al prójimo, “bolu”, como diría la mayoría de nuestros descendientes nacidos en esta orilla del Río de la Plata. Sin embargo, la buena persona, como la entendemos, tiene una gran fortaleza, está en paz con su conciencia, y busca aportar al crecimiento de los demás, es feliz viendo que el otro también está en plenitud. Valora la cultura del trabajo. Una sociedad compuesta por buenas personas, es una sociedad sana, una comunidad que se rige por leyes tan esenciales como aquella que reza “no desees al otro lo que no quieres para ti”. La buena persona busca y encuentra procesos de crecimiento, entiende que querer a alguien no es solo abrazarlo fuerte, sino dejarlo volar, desarrollarse y, llegado el momento, reemplazarla. No es un bobo que se deja pisotear la buena persona, ni un santón que se desprende de todo lo material para mostrar que es bueno, tampoco es un cobarde. Ni es triste, o depresiva, como algunos quieren hacer creer, la buena persona. Al contrario, es alguien que disfruta de la vida, que contagia alegría, excita, invita a compartir, desea y quiere ser deseado. No es su destino “quedarse para vestir santos”, o ser célibe. La buena persona no se desarrolla en un entorno autoritario, sino en un medio donde prevalece la libertad. El tipo/a bueno/a es aquel que se hace fuerte ante las dificultades y las supera, que asume sus debilidades, la imposibilidad de ser perfecto. Para identificar a una buena persona no busquemos entre los santos o mártires, ni entre los tontos, sino entre los verdaderos líderes, aquellos que dan pasos firmes en el camino de la vida, e invitan a caminar a su lado. En Galicia, hubo un tiempo que ser buena persona, para el señor feudal, era ser un “buen siervo”. En una nota publicada en este mismo semanario, Edmundo Moure comienza compartiendo un refrán popular, que este cocinero oía a menudo en tierras lucenses: “Moitos burros tránsanse na feira; Coidado, bo galego, que chos pasen por cabalos”. Y cuenta que su padre emigrante decía: “Soy el perfecto optimista, es decir, el pesimista convencido”. Escepticismo lógico y natural de alguien desterrado de un país marginado y hundido en la más absoluta pobreza, de labriegos sin tierra y marineros sin barca. Y añade el cronista desde la Galicia transandina donde vive: “El tópico del ‘buen gallego’ es antiguo. Nace quizá con el primer transterrado que tuvo que salir del lar para buscar trabajo en tierras extrañas, del que se hizo mofa por su indumentaria de pobre de pobres (maleta de cartón incluida) y por el dudoso gracejo de su mal hablado castellano. Y es que “del bueno al necio, apenas un tercio”. El bondadoso de marras, si quiere sobrevivir, puede hacerse el bueno o el tonto, pero sin serlo, manteniendo la astucia necesaria, este valor que en nuestros tiempos modernos sustituye, con amplias ventajas, a la inteligencia. (…) De carne de emigración, el gallego ha pasado a ser materia de malos chistes, heredando los chascarros que se endilgaban a polacos, judíos, escoceses, rusos, irlandeses, belgas... Todas se las mama el buen gallego, aunque la autonomía y la recuperación de su lengua vernácula le hayan mejorado bastante el estatus. El problema radica en que ahora “se las crea”, y recupere aquella imagen patética que con incisivo e implacable humor le dibujó el gran Castelao, no para denigrarle, sino para redimirle de su condición de siervo del cacique aldeano. (…). En todo caso, me gustaría pertenecer al selecto grupo de los “bós e xenerosos”, que inventó el bueno de Eduardo Pondal”. Ya camino a la cocina, no resisto la tentación (tal vez porque viene a cuento) de compartir mi poema ‘Lobos’: “Como lobos trasnoitados e urbanos /escorregamos as nosas urxencias / entre as estrelas vermellas / que choscan constelacions / sobre as portas abertas / daquelas casas / doridas, escasas. // Chovia sobre as sombras. / Nas fiestras do mundo / carrapucho fresco e espido / instalaba o seu aroma rancio, / canción de amor solitario. / No outeiro espido / a chuvia asañase e penetra / con decisión de poeta. // Nas rúas frías e azuis / a xente roza os nosos secretos corpos / sen intuir a arxila e a palla seca / que os forxou entre mans ansiosas, / trementes aloumiños e lume definitivo. / Somos, nas rúas frías e azuis, / campesiños, estranxeiros, / inquietantes lobos que pasan / por doces cans gardians”.


Conejo al verdeo-Ingredientes: 1 conejo, 4 cebollas de verdeo, 100 grs. de panceta ahumada, ramillete de perejil, romero, tomillo, laurel. Sal, pimienta, vino blanco, manteca, aceite, fécula de maíz, crema de leche.


Preparación: Limpiar el conejo y trocearlo. Dorarlo con manteca y una cucharada de aceite. Añadir 2 vasos de vino blanco, sal, pimienta, la panceta picada, dar unas vueltas a fuego vivo. Incorporar las cebollas de verdeo (parte blanca y hojas) picadas, y el ramillete de hierbas. Añadir agua o caldo de verdura y dejar cocer a fuego medio. Al completar la cocción, retirar las hierbas,  echar 2 cucharadas de crema y espesar con la fécula de maíz.