Opinión

‘Tomar las aguas’ en la temporada de Mondariz

“La nobleza y la alta burguesía del siglo XVIII intenta paliar la ‘nostalgia por el campo’, lugar de la inocencia perdida divinizado por Rousseau, con la creación de sus propias ‘vaquerías’ y otros edificios pintorescamente rústicos. James Malton, autor de un volumen dedicado a diseños de villas, publicado en 1802, afirmaba: ‘Los sabios, los virtuosamente independientes, que prefieren el puro y tranquilo retiro del campo, a las fétidas alegrías de la ciudad tumultuosa, son los que tienen las mayores probabilidades de disfrutar esa bendición de la vida, la felicidad’. Esta idea, que ha llegado prácticamente inalterable hasta hoy, está en la base del balneario”, afirma Yolanda Pérez Sánchez, responsable del texto histórico de la enriquecedora obra –documentación y fotografías de época– titulada Buvette, Fundación Mondariz Balneario. Aguas de Mondariz, Fuente del Val, S.A., 2008.

‘Tomar las aguas’ en la temporada de Mondariz

Así, pues, el balneario, con su antítesis ciudad-campo, crea el espacio “ideal” frente a la enfermedad física y mental del mundo urbano; recurre a la abierta Naturaleza, fundamentada en el tratamiento corporal y el ocio compartido. No sería baladí evocar aquellas dolencias que padece el agüista típico, citadas en una guía de las aguas de Mondariz de 1879, propias del habitante de la urbe: “El abuso de sustancias aperitivas y excitantes, la incompleta masticación de los alimentos, ciertos medicamentos, los excesos venéreos y de las bebidas, la vida sedentaria, los trabajos mentales muy continuados y los cambios bruscos de temperatura son las causas más frecuentes de los padecimientos que buscan su alivio en esta agua”. Ciertamente, la ciudad es el asentamiento del “progreso”. Henos ante uno de los grandes mitos de la acuñada “modernidad” que sostiene al balneario del siglo XIX.

Indudable es que los “avances” de la civilización industrial –iluminación eléctrica, telégrafo o teléfono– ayudas enormemente al desarrollo y éxito del balneario. Al igual que los cruceros de lujo, testimonios de la tecnología de los inicios del siglo XX, el balneario es un espacio “autónomo”, porque se autoabastece estimando la necesidad de brindar a sus visitantes todo cuanto precisan durante su estancia de la temporada. Por ello, la “conciencia urbanística” del siglo XIX reitera la prioridad de creación de “espacios verdes y salubres”.

¿Quién podría olvidar la melancolía, el “spleen” que angustia a la juventud de la Europa finisecular? Dolencia tradicionalmente relacionada con el habitante de los centros urbanos, que fue descrita por el clérigo y escritor inglés Robert Burton en su libro Anatomy of Melancholy –publicada en 1621, muy popular en toda Europa–, quien presentaba la siguiente proposición: los baños termales y el contacto con la Naturaleza como posibles remedios. Tampoco podemos sustraernos al “Higienismo” que proporciona nuevas razones para esta actitud, corroborando así, científicamente, las virtudes de la vida “al aire libre”. He ahí el entorno del balneario: bosques, jardines y senderos junto a ríos cercanos.

“Tomar las aguas” es la popular expresión, cuando sobreviene el complemento de la vida elegante del invierno.