Opinión

El balneario y la antítesis campo-ciudad

“Uno de los requisitos que una clientela distinguida exigía a las aguas termales era su ‘conveniencia’. Como atestigua Emilia Pardo Bazán, algunas estaban socialmente mejor consideradas que otras. Y afirmaba: ‘Entre las aguas minerales las hay que es honroso beber, y las hay que es sospechoso y denigrante. No he de especificar estas últimas, líbreme Dios, por lo mismo que su nombre, virtudes y efectos están en la memoria y en la mente de todos, pero al frente de las primeras, de las que viste bien tomar y necesitar, figuran las bicarbonatado-sódicas –Vichy, Mondariz–. Sin afirmar que sólo acuda a estas fuentes la gente de entendimiento, de verdadera actividad cerebral y de alta cultura, digo que en ellas siempre la he visto en mayoría”, señala Yolanda Pérez Sánchez, responsable del texto histórico correspondiente a la magnífica obra titulada Buvette. Fundación Mondariz Balneario, Aguas de Mondariz. Fuente del Val, S.A., 2008.

El balneario y la antítesis campo-ciudad

Recordemos que no pocos cronistas aseveraban: “El amor que le tienen los portugueses”. Asimismo, “la predilección con que a él acuden los intelectuales”. He aquí los dos perfiles característicos del balneario de Mondariz. Cuando este “establecimiento” todavía era una modesta fonda, en 1888, la escritora gallega Emilia Pardo Bazán identificaba Mondariz con la moderna alternativa a los “regios monasterios en que se realizaba el ideal de Fray Luis de León, de vida ritma y contemplativa” para “la flor y la nata de España y Portugal”.

Al cabo de diez años –ya inaugurado el Gran Hotel– la revista ‘La Temporada’ aseguraba que la mayoría de los agüistas procedían de “grandes centros de población, en donde el predominio de la vida intelectual suele alterar el funcionamiento de la vida orgánica y pertenecen en su mayor parte a las clases acomodadas y cultas. Están pues, acostumbradas a la comodidad”.

Si ahora consideramos la antítesis de campo-ciudad, es preciso matizar que aquel ideal de la vida campestre como antinomia de la vida urbana existía, desde luego, antes de que la Revolución Industrial y sus consecuencias provocasen la “demonización” de la urbe, transformándola así en la diana de todos los males del ser humano moderno. ¿Quién podría olvidar que las “villas romanas” son el primer testimonio de este modo de vida estructurado por una avanzada cultura urbana que convierte la experiencia de “habitar el campo” en un paradigma a la altura de sus necesidades? Plinio el Joven –en la antigua Roma– aconsejaba mediante sus “Cartas” que el hombre de la ciudad debía adquirir una pequeña propiedad en el campo, para recuperarse de los excesos de la vida ciudadana.

Revisando pretéritas figuras y pensamientos, el poeta italiano Francesco Petrarca –mediados del siglo XIV– vuelve a estimar en el campo el “espacio ideal” para “la vida contemplativa” y para “la creación artística y filosófica”. Ya en el siglo XVI –espíritu del arte del Renacimiento– Palladio escribía que la “villa” era “el lugar donde el cuerpo conserva más fácilmente la fuerza y la salud”. Ambos, pues, seguidores de los sabios consejos del poeta latino Horacio.