Opinión

Eduardo Blanco Amor, creatividad y mitos de la Emigración

Eduardo Blanco Amor, creatividad y mitos de la Emigración

Este año 2017 se conmemorarán ciento veinte años del nacimiento del grande y admirado escritor, nacido en Ourense (Auria), Galicia, el 14 de septiembre de 1897. Blanco Amor es aún recordado en Chile, donde estuvo desde agosto de 1948 hasta finales de 1949. Visitó Santiago de Chile invitado a la boda de la hija del entonces Presidente de la República, Gabriel González Videla, desposada por el primogénito de uno de los más grandes hacendados de la Patagonia chilena y argentina, Alfonso Campos Menéndez, en suntuoso enlace que se llevó a cabo el 28 de septiembre de 1948, en la ciudad de Viña del Mar.

Te preguntarás, curioso lector, por las circunstancias de tal invitación. Bueno, Eduardo fue preceptor lingüístico-literario de los hermanos Alfonso y Enrique Campos Menéndez, en Buenos Aires, a instancias del padre de estos, Francisco Campos Torreblanca, miembro de la alta burguesía adinerada argentina (ya Neruda dejó en claro que en nuestros países del cono sur de América no existen ni existieron auténticos aristócratas), preocupado de entregar a sus hijos una educación óptima. Y no se equivocó al respecto con el ilustre Eduardo orensano, a juzgar por cierto prestigio literario alcanzado más tarde por Enrique, quien obtuvo el máximo galardón de las letras nacionales chilenas, en 1987, merced a su obra narrativa, donde exalta a sus antepasados latifundistas de la Patagonia, a quienes ensalza como “pioneros”; pero, sobre todo, gracias a su proclividad “ideológica” con la dictadura criminal de Augusto Pinochet, que también supo premiar a los escasos individuos del arte y la cultura afectos a su gobierno.

Al controvertido Eduardo se le criticó, entre sus paisanos gallegos izquierdistas de la numerosa colectividad bonaerense, por sus coqueteos con individuos y grupos ligados a las altas finanzas, mientras ostentaba posturas progresistas y se aliaba a un decidido antifranquismo. No nos hacemos parte de esa crítica asaz despiadada, pues hay que entender –y padecer en carne propia– las limitaciones económicas que afligen a los cultores de la literatura y de otras artes en este tercer mundo, donde su marginalidad suele comenzar en el seno de la propia familia, para luego extenderse a casi todos los ámbitos de la vida social (salvo las propias cofradías y los bares bohemios).

En Chile, Blanco Amor fue objeto de continuos agasajos, homenajes y viajes bien remunerados; asimismo, dictó cursillos y profirió conferencias en universidades y recintos de la Armada de Chile. Pero se dio maña para recorrer y vivir el largo Chile “de mar y vino y nieve”, de punta a cabo, escribiendo luego un puñado de extraordinarias crónicas, publicadas en el diario El Mercurio, y recogidas más tarde en un volumen editado en 1951 por Editorial del Pacífico, bajo el preciso y sugerente título Chile a la Vista, obra de la cual aparecieron tres ediciones sucesivas: 1951, 1953 y 1955.

Mi padre gallego estuvo en el “lanzamiento” de aquella primera edición y regresó muy ufano a casa, exhibiendo la dedicatoria. “A Cándido Moure Rodríguez, paisano y amigo, con el afecto de Eduardo Blanco Amor”, con la ancha y bella caligrafía del autor. Aquel ejemplar se extravió; sospechamos de un tío que se lo pidió al papá sin devolvérselo. Por algo nuestro progenitor afirmaba: –“El que presta un libro es un huevón, pero más huevón aún es quien lo devuelve”.

Recuperé, de la hemeroteca de la Biblioteca Nacional (Chile), cuatro crónicas que no fueron incluidas en las primeras ediciones, las que integrarían la edición gallega de 2003 (Galaxia), patrocinada por el Consello da Cultura Gallega, con un breve ensayo introductorio (de mi autoría), en lengua gallega; una cuidada edición en la que releo las sabrosas y vibrantes crónicas, en especial las referidas a Chiloé, la Nueva Galicia, y las ofrendadas a Ramón Suárez Picallo, su entrañable amigo sadense, incluyendo los epitafios irónicos que ambos se dedicaron.

Hay dos posiciones encontradas respecto a la trascendencia cultural y lingüística de la diáspora gallega sudamericana, representada, sin duda, por Buenos Aires, la “quinta provincia”, con su medio millón de gallegos transterrados (desterronados, escribió el poeta Efraín Barquero), en las últimas décadas del siglo XIX y las tres primeras del siglo XX. Para Luis Seoane, como bien lo señala, a través de certera entrevista, Víctor Freixanes, en su libro Unha ducia de galegos, los emigrantes radicados en la capital del Plata constituyeron, a lo largo de medio siglo, el reservorio vivo de la cultura gallega, avasallada en el noroeste de la Península Ibérica, tanto por el centralismo secular como por la férrea mano “españolista” de Francisco Franco. Para Blanco Amor, esto constituye una mitificación, muy alejada de la realidad. (Debiésemos considerar, no obstante, el sesgo personal de quien vivió una experiencia dura y a ratos, odiosa y discriminadora, en la sociedad argentina de su tiempo). Así se lo manifiesta Eduardo a Freixanes, en un breve texto que traduzco para ti, comprensivo lector:

…Hubo grandes mitólogos de la Galicia emigrante, y todo tenía su explicación, todo tenía un sentido claro en el momento en que la Galicia de aquí no era nada, estaba muerta, avasallada, sin poder expresarse. Entonces, había que reforzar y aun crear como fuera la ‘otra Galicia’. Pensemos en los años inmediatamente posteriores a la guerra civil, sobre todo cuando llegan a Buenos Aires los exiliados. La galleguidad necesitaba una patria, porque la suya original no le pertenecía. Había que crear otra patria que reuniera a los gallegos esparcidos por el mundo o que resistían en la propia tierra, escondidos con la esperanza de que vendrían mejores tiempos; había que mantener la esperanza en algún sitio, y se creó el gran mito de la Galicia Emigrante. Pero, ¿qué era esa Galicia emigrante? Una minoría que luchaba aislada comparado con la gran marea de la emigración, una minoría que hacía a veces milagros para mantener la lumbre entre centenares de enanos y las masas indiferentes o manipuladas. Eso es cierto. El dinero que gastó Seoane, por ejemplo, con sus empresas editoriales… Es cierto que no todos los emigrantes son enanos, claro que no, pero la mayor parte de ellos jamás hizo nada para apoyar o merecer el gran esfuerzo de los que allá lucharon por dignificar una tierra y una cultura ante el mundo… Recuerdo, por ejemplo, una conferencia que fui a proferir en un pequeño teatro de una comunidad gallega. Comencé a hablar en gallego. ¡La que se armó! ¡Me arrojaron objetos al escenario! El presidente vino a decirme que qué pensaba yo que eran ellos, si creía que eran unos desgraciados, unos incultos, unas bestias que no sabían hablar como todo el mundo. (Como los “caballeros”) Nuestra gente arrastra un complejo histórico que es como un cáncer y yo, aquel día, no proferí en realidad una conferencia, sino que encabecé un mitin... –Extraído del libro Unha ducia de Galegos, de Víctor Freixanes; Editorial Galaxia; Vigo, 1982; páginas 95-96–.            

A la luz de nuestra propia experiencia –guardando la distancia con el admirado Blanco Amor–, aunque sea desde Chile, donde habita una reducida colectividad gallega (tres mil individuos, quizá, contando los escasos inmigrantes originarios que aún sobreviven), nos sentimos más identificados con los juicios un tanto escépticos o pesimistas de Blanco Amor. Hace unos días, intercambiamos opiniones al respecto con mi amigo Louis Casado, escritor, periodista, editor de la revista cibernética Polítika. Coincidimos en la apreciación de que la colectividad gallega y otras entidades del variopinto calidoscopio hispano, se encuentran cada día más distantes de sus propias raíces culturales, sumidos en las motivaciones primarias del exitismo económico, dando la espalda al carácter dramático –y aún trágico– de esa sangría social y étnica que fue para sus ancestros –que sigue siendo para muchos seres humanos– la emigración, sea esta forzada por el hambre o por la guerra.

Lo hemos experimentado en muchas ocasiones, viendo cómo se estrellan o difuminan las iniciativas culturales ante la indiferencia o la desidia de la mayoría, para constatar un hecho irredargüible: sólo una minoría es capaz de valorar el patrimonio intelectual, lingüístico y estético de la patria de nuestros antepasados.

Quiere decir que somos muy pocos los ilusos y perseverantes en esta causa, quizá perdida de antemano, aunque nos neguemos a asumirlo, aferrados a los lazos intangibles de la esperanza.

–“Somos pocos, pero buenos” –diría mi padre, sonriendo hacia dentro, como su querido paisano, Eduardo, hijo pródigo de Auria, conservando hasta el fin lo único que parece quedarnos: la antorcha tenue del humor retranqueiro –en lengua gallega, propio de la retranca, forma del humor elíptico del campesinado gallego–.