Opinión

Setenta veces febrero

Dicen que recordar es propio de los humanos, aunque se dice también que los elefantes poseen grande memoria, a la par de su envergadura corporal, y que las ballenas son memoriosas y que las tortugas combinan memoria y sabiduría, constituyendo su imagen símbolo mítico de ambas cualidades en culturas tan distantes y disímiles, como lo son Rapa Nui, Noruega o el alto Amazonas… Yo recuerdo y soy memorioso, a veces menos de lo que esperaría; en
Dicen que recordar es propio de los humanos, aunque se dice también que los elefantes poseen grande memoria, a la par de su envergadura corporal, y que las ballenas son memoriosas y que las tortugas combinan memoria y sabiduría, constituyendo su imagen símbolo mítico de ambas cualidades en culturas tan distantes y disímiles, como lo son Rapa Nui, Noruega o el alto Amazonas… Yo recuerdo y soy memorioso, a veces menos de lo que esperaría; en ocasiones, demasiado recordante… Ahora que pasé la barrera de los setenta, vuelco el ejercicio recordatorio en la escritura literaria, pugnando por escribir lo que el tiempo enigmático me permita.
Cuando niño, me angustiaba porque en la fecha de mi cumpleaños los primos y los amigos andaban de veraneo y eso escatimaba la concurrencia y mermaba la cantidad de regalos, pues en la infancia disimulamos menos y queremos ser agasajados sin límite… Me reventaban los obsequios ‘prácticos’, los calcetines, calzoncillos, pañuelos, camisas, poleras… ¿Para qué? Si se suponía que los objetos utilitarios llegaban por descontado de las obligaciones de manutención familiar… En cambio, un bonito juguete, un libro con ilustraciones, oloroso a tinta nueva, una pistola de vaquero reluciente, un juego de entretenimiento, ya fuese metrópoli o ludo o también ajedrez, me llenaban de satisfacción.
A los diez años saqué mis cuentas de nacido en 1941 y me preocupé de veras por la posibilidad –que veía remotísima– de traspasar el lejano y arbitrario horizonte del año 2000, aunque cierta experiencia familiar me mostraba la longevidad de mis parientes por la rama materna, donde no era raro encontrar octogenarios y aun nonagenarios… Pero la verdadera angustia por el fluir del tiempo iba a surgir a los treinta, cuando se percata uno que la muerte propia es una certeza y que el carro de Cronos corre a velocidad creciente. Pasados los cincuenta, el cuerpo va encaminándote a otra psicología y el alma te susurra otras esperanzas o resignaciones, en duermevela, sean éstas escatológicas o no.
Ahora, el miedo ya no tiene que ver con la Parca, esa “puta vieja”, como la llamaba nuestro padre Cándido, repitiendo una vieja expresión campesina que se explica en desbrozada metáfora: “Vieja puta con la que nadie desea acostarse, pero todos terminan yaciendo junto a ella”. El temor, digo, viene por la aprensión dolorosa de perder la facultad de la memoria, de extraviarnos en el laberinto del olvido, de no saber quiénes son los que nos rodean, de perder la certeza de quien somos –o creemos ser–  en realidad. Borges bien lo expresaba, con maravillosa lucidez: “Sólo una cosa no existe: es el olvido”.
En estos setenta del 4 de febrero recién pasado he tenido la dicha de celebrarlos en la intimidad de mis más cercanos y queridos: Marisol, José María y Sol, en el grato y verde paisaje urbano y rural de Chacras de Coria, al suroeste de Mendoza… Chacra es evocadora palabra que los Moure Rojas asociamos con ese predio de la infancia y primera juventud que se llamó Chacra El Olivo, donde bebimos la leche augural de las primeras palabras gallegas, venidas por boca de abuela Elena y sus tres hijas… En Argentina, chacra designa un predio agrícola que puede fluctuar entre una y veinte hectáreas, siendo más o menos equivalente a lo que llamamos en Chile “parcela”, con las diferencias de dimensión territorial proporcionales, dada la vastedad de las llanuras y pampas trasandinas y la estrechez de nuestro suelo patrio que parece caer al mar… (Hay quien me informa de los “chacras” hindúes y su carga de magnetismo astral, pero eso es cosa que sobra aquí, con perdón de yoguistas y santones).
No saludé a mi primo Manolo Díaz Moure, curmán galego por la rama de tía Alicia, que cumplió el mismo día los sesenta y ocho, pero le traje a mi memoria, asociándole a Chacra El Olivo y a los juegos y sabores veraniegos que compartimos en la remota infancia. Recordé al tío Rafael Meza Ramírez, que hubiese cumplido los noventa y dos, en su rural y plácido San Vicente de Tagua-Tagua… No fueron los únicos recuerdos, porque los múltiples senderos de la memoria suelen ser caprichosos o inesperados, pero el rasero de la remembranza me trajo trigos alegres o dulcemente nostálgicos, despojados de toda amargura o resentimiento.
Agradezco y abrazo a todos quienes me saludaron, la mayoría por medio de artilugios cibernéticos, pero válidos cuando se quiere enviar palabras de regocijo sincero… Recibí buenos libros, objetos vivos que siguen siendo para mí el mejor regalo, y asimismo vinos aromáticos para acompañar la amistad y conjurar el paso del tiempo.
Mis “setenta veces febrero” son propiedad memoriosa de los que amo, ¡qué duda cabe!
Gracias.