Opinión

Mortajas y olvidos

Cada fin de semana acudimos a un geriátrico en las afueras de la ciudad. Es un edificio níveo levantado en una inclinada ladera resquebrajada y recubierta de hierbajos. Allí la caridad de algunos y el abandono de otros amontonaron, igual a trastos inservibles, a docenas de ancianos que rumian sus agonías entre la amargura del tiempo perdido.
Cada fin de semana acudimos a un geriátrico en las afueras de la ciudad. Es un edificio níveo levantado en una inclinada ladera resquebrajada y recubierta de hierbajos.
Allí la caridad de algunos y el abandono de otros amontonaron, igual a trastos inservibles, a docenas de ancianos que rumian sus agonías entre la amargura del tiempo perdido.
En cada encuentro, con la ilusión a flor de labios, una docena de ancianas desahuciadas, postradas o clavadas en butacas de madera, nos van detallando por los ventisqueros de sus congelados sueños, la última sonrisa de un hijo convertido en friso de piedra para no regresar jamás.
Vemos contadas visitas, pero ineludiblemente cada fin de semana, igual al sonido de una oración fúnebre, llega un zumbido de sectas empeñadas en salvar estas almas que hace añales, desde el mismo día en que fueron encerradas a cal y canto en este geriátrico, andan por los parajes del cielo hablando directamente con Dios.
Hay una octogenaria igual a una crisálida; otra es un apretujado ovillo de lana blanca; varias están tullidas; otras totalmente ciegas; dos, despiertas y traviesas como niñas en flor, ríen y hacen muecas sin fin; abundan las perdidas por los ensortijados senderos del olvido como si navegaran al encuentro de la Estrella del Sur.
Es cierto: uno no es joven ni viejo, simplemente vive al vaivén de los vientos de la existencia a la que cada uno llegó a oscuras empujado por fuerzas divinas sostenidas en las creencias de la sociedad donde encalló.
En los antiguos pueblos la ancianidad era reverenciada, al representar en más profundo concepto de lo que consolida a una sociedad o casta a través de los siglos: la sabiduría como valor intrínsico de los valores imperecederos de la sociedad.
Actualmente todo es distinto. El epicentro de los valores humanos se ha desplazado. Uno no camina, corre, y en ese torbellino imparable se lleva por delante, como el viento del siroco,  recuerdos, anhelos, esperanzas, ternuras, y nos deja desapegos, cansancios e indiferencias al encuentro de la última estación cuyo tranvía parte sin regreso.
Ya sentados en esa tabla de madera camino del gran viaje, lo que aún pudiera quedar de la vida, se volvería mariposas amarillas entre luciérnagas que alumbran versos de Walt Whitman.
Si así sucediera, la otra frontera sería entonces una eternidad de poesía y trigo, y es que lo malo de la existencia no es tenerla, sino transitarla a dentelladas y soportar abandonos cuando llega el ocaso.
Los ancianos en territorios comanches saben bien de que hablo.