Opinión

Cocina Gallega

La impresión que tuvieron los porteños a partir de 1860, ante la imagen de los inmigrantes que llegaban al puerto de Buenos Aires, no fue muy buena, especialmente en las clases acomodadas que veían con cierto estupor cómo miles de desarropados ganaban las calles de la ciudad y ocupaban los mínimos cuartuchos de los conventillos  (en algunos casos instalados, curiosamente, en enormes residencias abandonadas en la zona sur después de la epidemia de
La impresión que tuvieron los porteños a partir de 1860, ante la imagen de los inmigrantes que llegaban al puerto de Buenos Aires, no fue muy buena, especialmente en las clases acomodadas que veían con cierto estupor cómo miles de desarropados ganaban las calles de la ciudad y ocupaban los mínimos cuartuchos de los conventillos  (en algunos casos instalados, curiosamente, en enormes residencias abandonadas en la zona sur después de la epidemia de fiebre amarilla); la literatura recoge muchos testimonios descalificadores de lo que consideraban fauna inculta, la resaca de Europa, hombres y mujeres de modales torpes que hablaban diferente, bárbaros. Muchos siglos antes, griegos y romanos al tomar contacto con los celtas tuvieron una actitud similar, ante costumbres insólitas para ellos. Un cronista describió sus poblados como colmenas “donde domina la promiscuidad más absoluta, no se respetan los modales y la moral, y los hombres, todos ellos gigantescos y de una piel blanquísima aunque estén sucios, te observan con unos ojos llenos de crueldad. Como la mayoría llevan barbas y largos bigotes, al comer les queda en ellos restos de alimentos, que al levantarse de la mesa recogen con su lengua igual que si el pelo les sirviera de colador…”. Como a la aristocracia porteña, les atemorizaba la diferencia: la talla alta, en contra de la mediana y baja de griegos y romanos; piel blanca contra morena o bronceada, barbas largas y bigotes contra rostros afeitados y cabello corto. Sin embargo, finalmente, los fieros guerreros celtas fueron aceptados como legionarios, fuerza de choque imbatible, por los astutos generales romanos que aumentaron el poder de sus ejércitos. Los inmigrantes comenzaron a realizar todas las tareas que los nativos no hacían, ayudaron al progreso del país de acogida, y medraron ellos mismos. Reconocemos en aquellos celtas algunos rasgos propios. Tenían estos una inmoderada afición a la comida y la bebida. Sus jefes solían organizar banquetes que duraban varios días. En esas ocasiones se servían innumerables platos de cerdo cocido, buey, vaca, venados, truchas y otros peces de río. También consumían miel, queso, requesón, manteca, leche, hidromiel, vino y cerveza. Lo normal era que todos los comensales se sentaran en círculo, sentados contra la pared, o sobre pieles de animales extendidas en el suelo. El lugar de honor lo ocupaba el invitado más importante, a cuyo lado se ubicaba el anfitrión; luego y por orden de jerarquía, se iban acomodando todos los invitados. Utilizaban el puñal para cortar los enormes pedazos de carne, aunque lo más normal era comer con las manos. Los servidores permanecían de pie e iban atendiendo las peticiones mientras los bardos tañían las liras y entonaban canciones sobre tragedias amorosas y héroes muertos en sangrientas batallas. ¿Qué diferencia hay con los multitudinarios banquetes que se celebran en las instituciones para agasajar a los distinguidos visitantes que llegan en representación del gobierno de turno? Tal vez solo las normas de urbanidad y protocolo que distinguen a nuestra moderna sociedad, el tenedor y la servilleta, la fotografía de familia al final del ágape. Comparemos la hora de los inevitables discursos, con esta descripción de Diodoro: “Con frecuencia uno de los asistentes a estos banquetes alzaba la mano cuando el bardo había concluido su canción. Entonces todos permanecían en silencio, porque sabían que iba a empezar el momento tan esperado de las disputas verbales. Casi siempre daban comienzo con la exageración de los méritos personales a costa de poner en duda los de algunos de los asistentes. Esto, claro, provocaba un enfrentamiento muy duro que, al llegar a las manos, imponía una especie de tregua. Los espectadores se olvidaban, por un momento, del banquete para prestar más atención a la pelea en ciernes. Enseguida los rivales se enfrentaban en un duelo que podía suponer la muerte de uno de ellos, unido a las graves heridas que sufría el otro. Todo esto formaba parte de la fiesta. Por la noche, después que los servidores se hubieran llevado el cadáver, los comensales se echaban a dormir sobre las mismas pieles que les habían servido de asientos…”. Muchos siglos después, en pleno Renacimiento italiano, Leonardo Da Vinci describe cómo comportarse en un banquete cuando un asesino profesional mata en presencia de todos, pero con arte y discreción, a uno de los invitados. El refinamiento en la llamada civilización, va acompañado de un aumento de la hipocresía y la cobardía. Desde la cocina, nosotros tratamos de rescatar las cualidades de los platos tradicionales, incorporando ingredientes caros a los celtas, dándoles un toque de autor acorde a nuestros finos paladares de hombres y mujeres posmodernos.

Ingredientes pato asado con nabos: 1 pato, 100 gramos de manteca, 1 vaso de vino blanco, 2 cucharadas de aceite, zumo de 1 limón, 2 hojas de laurel, 6 nabos, 1 cebolla, sal, pimienta.

Preparación: Limpiar el pato, adobarlo con una mezcla de manteca, limón, vino, sal, pimienta y laurel. Cocer los nabos, cortarlos en trozos de 3 centímetros. Poner en una fuente aceitada el pato en cuartos, cubrir con la cebolla en aros gruesos y rodear con los nabos. Rociar un poco de la marinada y llevar a horno 180° una hora, según el tamaño del ave, rociando de vez en cuando con el mismo líquido de la cocción.