Opinión

Cocina Gallega

Nos hemos conmovido por los dibujos al carbón de Van Gogh, los bosquejos para su “comedores de patatas”, pero especialmente los que retratan las vidas de los mineros, cuando el pintor intentaba todavía seguir los pasos de su padre pastor protestante, a su manera, sin guardar las formas, viviendo como los desposeídos, para pensar como ellos, y sentir en carne propia el dolor de no ser visibles para el poder civil y eclesiástico.

Nos hemos conmovido por los dibujos al carbón de Van Gogh, los bosquejos para su “comedores de patatas”, pero especialmente los que retratan las vidas de los mineros, cuando el pintor intentaba todavía seguir los pasos de su padre pastor protestante, a su manera, sin guardar las formas, viviendo como los desposeídos, para pensar como ellos, y sentir en carne propia el dolor de no ser visibles para el poder civil y eclesiástico. Lo llamaron fracasado, solo quedaron sus violentos bocetos, pura denuncia, bofetadas a una sociedad que vivía en una torre de cristal, ajena a las penurias de los que nada tenían. También nos hirieron, en tanto españoles, los trazos de Goya en sus visiones de los Desastres de la Guerra. Y las imágenes de un Carlos Alonso recordando a su hija Paloma, víctima entre miles de cruel dictadura. Pero, particularmente, ningún dibujo me dolió (y movilizó) tanto como ‘La lección del Maestro’, de Castelao. En la obra, de trazos enérgicos, sombríos, se ve a un maestro rural muerto sin juicio previo, después de uno de los trágicos paseos, observado por dos acongojados niños que son testigos y protagonistas de la postrera lección: morir por un ideal. Otro gran maestro rural, poeta enamorado, fue Don Antonio Machado. Y dicen que murió de pena, desgarrado por los endémicos conflictos en el seno de su patria. Sus versos proféticos “Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios, / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón” tienen, desgraciadamente, vigencia. Sigue habiendo dos Españas, dos visiones, dos maneras de entender la Democracia. Sin entrar en detalles técnicos, o posiciones ideológicas, la reciente condena al juez Garzón deja sorprendido a propios y extraños. En nuestro país, la expulsión, el exilio forzoso, la emigración masiva, fue moneda corriente. También la muerte del que piensa diferente. Todo eso está presente en la condena que mencionamos. Para un hombre como Baltasar Garzón, la inhabilitación por 11 años es el fin de su carrera, la expulsión de su ámbito natural, exilio, emigración, muerte. Hay cuestiones que no se entienden, heridas que nunca cierran. Ortega y Gasset lo planteó en su tono irónico: “Lo que nos pasó y nos pasa a los españoles es que no sabemos lo que nos pasa”. Tal vez, también,  por falta de memoria, ese bien tan apreciado por los que debieron emigrar por las razones que fuera. Sin memoria, lejos de la tierra natal, no tendríamos nada. La identidad se escurriría como arena entre los dedos. Porque tenemos memoria, podríamos decir, como Don Miguel Unamuno, “me duele España”. Nos duele esta España, que no aprecia después de años de sometimiento, décadas de silencio impuesto dictatorialmente, los beneficios de una auténtica Democracia en la que se pueda convivir, donde puedan coexistir tanto el consenso como el disenso, donde haya lugar para el debate sano, pero donde no se legalice la venganza. Venganza y odio que motorizó un crimen tan atroz como el de Federico García Lorca, ángel y poeta. Es penoso, pero damos vueltas y vueltas como el perro que se muerde la cola, no avanzamos. Ya en el siglo XVII, Quevedo escribía: “Miré los muros de la patria mía / si un tiempo  fuertes, ya desmoronados / de la carrera de la edad cansados / por quien caduca ya su valentía”.
Cuando finaliza la larga noche de piedra, ya en plena transición, superando la etapa del ‘destape’ llega el ingreso a la UE, y los primeros signos de amnesia y soberbia. Muchos empezaron a tirar manteca al techo. Y utilizo la expresión, que da idea de juerga continua sin importar el despilfarro, porque nació en la poderosa Argentina de principios del siglo XX, cuando los ‘nenes bien’ de puro aburridos lanzaban al techo bolitas de manteca con la ayuda de una cuchara a modo de catapulta. Los más ‘bacanes’ lo hacían en los mejores restaurantes o cabarets de París, los de menos recursos en los bailongos porteños. La posterior historia argentina, de la que formaron parte importante los millones de inmigrantes de Europa empobrecida, demostró que no era prudente tanto despilfarro. En nuestra querida España, las cosas tampoco estaban para “tirar manteca al techo”, más bien era aconsejable recoger las migas de pan del mantel como hacían nuestras abuelas, para aprovechar cada gramo de alimento. Y aconsejable es no mantenerse indiferente ante la injusticia, que si hoy perjudica a un enemigo mañana se ensañará con nosotros. Para los que olvidaron el hígado, los sesos y otros manjares de tiempos no tan lejanos (cuando, como decía el cómico Alberto Olmedo, éramos “tan pobres”), vamos a la cocina con unos riñoncitos de ternera.


Riñones de ternera-Ingredientes: 1 Kg. de riñones, 1 cebolla, 2 cucharaditas de perejil, 1 vaso de vino blanco, 1 vaso de caldo de carne, 50 grs. de manteca, miga de pan, sal, pimienta, aceite.


Preparación: Limpiar los riñones, y cortarlos en cubos de 3 cms. Rehogarlos en la manteca, escurrirlos y ponerlos en una cazuela. En una sartén echar 3 cucharadas de aceite, y dorar la cebolla picada, añadir el perejil y volcar sobre los riñones. En un poco de caldo deshacer la miga de pan e incorporar también a la cazuela. Bañar con el vino blanco y dejar cocer una media hora. Sazonar con sal y pimienta, añadir un poco más de caldo y seguir la cocción a fuego lento hasta que reduzca y espese la salsa.