Opinión

Cocina Gallega

Un par de décadas antes de que comenzaran a llegar a Buenos Aires, masivamente, los inmigrantes, la llamada Gran Aldea comenzaba su camino para convertirse en una de las ciudades más importantes del mundo. En casas amplias que contaban con 4 o 5 habitaciones, y varios patios, la vida familiar era sagrada. Bajo el mismo techo solían convivir varias generaciones, y la ceremonia de la comida era muy importante.

Un par de décadas antes de que comenzaran a llegar a Buenos Aires, masivamente, los inmigrantes, la llamada Gran Aldea comenzaba su camino para convertirse en una de las ciudades más importantes del mundo. En casas amplias que contaban con 4 o 5 habitaciones, y varios patios, la vida familiar era sagrada. Bajo el mismo techo solían convivir varias generaciones, y la ceremonia de la comida era muy importante. A diferencia de Europa, en esta orilla del Río de la Plata, los alimentos no escaseaban, especialmente la carne vacuna. Había tantas cabezas de ganado que, como sabemos, la industria más redituable era la del cuero, que obligaba a matar más animales que los necesarios para el consumo. En cambio, curiosamente, el pan escaseaba, y era tan caro que se lo guardaba bajo llave, y se lo reservaba para los niños, ancianos o enfermos. Los panaderos, generalmente ricos comerciantes, tenían varios esclavos, porque al no existir molinos de viento ni de agua (raro, ya que muchos de los colonizadores venían de tierras donde los molinos abundaban) debían moler el grano para obtener harina a mano y con ayuda de mulas. Como en todas partes, los pobres comían pan de centeno y los ricos de trigo. También era caro el azúcar, y la sal, ya que se usaba como condimento, pero también como conservante en los enormes saladeros de la costa bonaerense. Hasta el agua, antes de 1850, era carísima, ya que solo accedía a ella el que podía pagar el acarreo o tenía un pozo para sacarla. Para los pobres, el vino era prohibitivo. San Juan y Mendoza eran los mayores productores de vino y aguardiente, aunque el 50% era monopolizado por la iglesia. A la actual calle Chacabuco-Maipú, entre Alsina y Perón, se la conocía como la “calle de los mendocinos” porque allí llegaban las mulas cargadas de barriles de aguardiente o vino para el consumo en la ciudad. En aquella Buenos Aires a la que llegaron tantos europeos en busca de un futuro mejor, la hora del almuerzo y de la cena variaba según la condición social. En las casas pobres se servía a las 12, a las 13 en las de mediana fortuna, y entre las 14 y las 15 en las casas de los más ricos, que podían darse el lujo, aparte, de prolongar la sobremesa en animadas tertulias. Aunque sorprenda, por el poco interés que hay por el pescado en la actualidad, en la época entre los días de Mayo y la caída de Rosas, el consumo de pescado era considerable. Todas las tardes en el invierno, y también al amanecer en el verano, los pescadores se dirigían con carros tirados por bueyes y caballos con una enorme red enrollada al lomo hasta el río para obtener los mejores pescados para su posterior comercialización, casa por casa o en los puestos habilitados al efecto (especialmente en la actual calle Chacabuco). Se destacaba en su oferta la boga, el surubí, el dorado, el pejerrey, la palometa, y el armado. La leche era traída diariamente desde las estancias o granjas cercanas a unas tres millas de la ciudad. Era traída a caballo en tarros de barro y latón, y cada uno de ellos llevaba 4 a 6 en una alforja atada a la montura con una correa. Muchos inmigrantes vascos destacaban en este oficio aun bien entrado el siglo XX. Las pulperías (nombre que derivaría de “pulpa” de fruta, producto que vendían, y no de pulpo) de las afueras eran en general pequeñas chozas, con dos compartimientos, uno que servía de negocio, y otro de vivienda. Pero la pulpería, además de ser un lugar de venta de caña, cigarros, sal, cebollas, encurtidos, era el lugar de reunión de la gente de campo. También servía de postas de caballos para los viajeros. Por otra parte, en esas reuniones era común el canto al compás de la guitarra. Para el viajero inglés Emeric Essex Vidal, que anduvo por estas playas en la segunda década del siglo XIX, las pulperías eran una representación en tierras americanas de las tabernas españolas. A esa ciudad, a su puerto, en franca expansión desde 1860, llegaban millones de inmigrantes con sus maletas llenas de sueños, y recetas de cocina. Podríamos decir que la gastronomía gallega elaborada en la diáspora es una cocina de “traslado”. Y se desarrolló en un principio en el contexto de las distintas colectividades, al margen de la cocina del país de acogida, recreando las fórmulas memorizadas por los mayores, y adecuándolas finalmente a la falta de algunos insumos y al paladar de las personas que se iban integrando al núcleo familiar. Así, a partir de la segunda o tercera generación, y a pesar de los raros viajes o intercambios con la tierra de origen, esta gastronomía se fue enriqueciendo y logrando cierta autonomía sin perder identidad, pero influyendo en la cocina del país de acogida. Poco a poco fue tomando distancia de algunas tradiciones, pero conservando las características de una cocina de traslado al nuevo territorio. Un camino parecido al idioma, que crece con características propias para convertirse en portugués o brasileño, diferente del que termina hablándose dentro de la Comunidad Autónoma después de siglos de oprobiosas prohibiciones. Claro que nadie parece preocuparse por la labor que desarrollamos los cocineros gallegos en el exterior, ni en valorar o por lo menos conservar el resultado de nuestro trabajo. ¡Feliz año 2012!!!


Polvorones-Ingredientes: 300 grs. de manteca, 150 grs. de azúcar, harina c/n, 1 copa de licor de limón, ralladura de un limón, 1 cucharadita de canela.


Preparación: Mezclar la manteca, el azúcar, el licor, la canela y la ralladura de limón, incorporar poco a poco la harina tamizada hasta obtener una masa consistente, de ser necesario añadir algo de agua. Formar tortitas, y disponerlas sobre una placa de horno enharinada. Llevar a horno fuerte hasta que tomen color dorado.