Opinión

Cocina Gallega

Por esas raras paradojas a que nos tiene acostumbrados la historia de la humanidad, una de las salsas más famosas de las utilizadas en la alta cocina francesa nació lejos de París, del otro lado de los Pirineos, por los caminos que cuatrocientos años después recorrería Ferrán Adriá, ya en tiempos de supremacía de la gastronomía española sobre la francesa.

Por esas raras paradojas a que nos tiene acostumbrados la historia de la humanidad, una de las salsas más famosas de las utilizadas en la alta cocina francesa nació lejos de París, del otro lado de los Pirineos, por los caminos que cuatrocientos años después recorrería Ferrán Adriá, ya en tiempos de supremacía de la gastronomía española sobre la francesa. Efectivamente, la salsa española se debe al genio de los cocineros hispanos. En 1627, al celebrarse en la Ciudad Luz las bodas de Luis XIII con María Ana de Austria, infanta española hija de Felipe III, la joven se hizo acompañar por algunos de sus cocineros, cuya labor profesional en la corte fue tan exitosa que se los invitó a quedarse, y así lo hicieron halagados (ya se hablaba de París como la capital de la gastronomía mundial). Por esa época el cardenal Richelieu hizo notar a su Maestro de Boca la mejoría que habían experimentado los platos de carne y de caza con una salsa diferente a la habitual. Así se descubrió que tal progreso se debía, concretamente, al agregado de una de las salsas que preparaban los cocineros venidos de España. Los demás cocineros trataron de imitarla. Sin embargo, como su preparación demandaba una gran paciencia desistieron, y dejaron a los españoles seguir ocupándose de la dichosa salsa. De todas maneras, el único punto que parecía interesar al jefe de cocina del rey era el nombre de la salsa para poder responder a las preguntas que le hacían sobre la misma, y no quedar como un ignorante desconocedor de las técnicas culinarias. Sin embargo, los cocineros españoles dijeron con sinceridad que nunca le habían puesto un nombre en particular a su creación. Así las cosas, en el palacio real francés se la bautizó con el nombre que perdura: salsa española. Y con esa denominación ingreso en los manuales de cocina, y así se la conoce desde hace varios siglos. La salsa española tiene múltiples aplicaciones, por ello se dice que es una receta básica o salsa madre, ideal para acompañar carne vacuna, cordero, aves, conejo y de caza. Convenientemente glaseada se convierte en la hasta hace poco irremplazable Demi-glasé. Actualmente, cuando pocos cocineros parecen tener la paciencia necesaria para reducir caldos por no menos de 24 horas, la salsa llega en sobres, preparada de manera industrial. Pero retrocedamos en el tiempo, en 1746 el cocinero galo Matheo Herve es ascendido tras diecinueve años de servicio a jefe de cocina del rey de España. En esos años se vive una sofisticación en la elaboración de platos, y es la primera vez en la historia que se habla de “nueva cocina”, se modera la alimentación, se hacen salsas complicadas y se utilizan productos de importación para enriquecer los menús. Esta moda traída de Francia se extiende, como es lógico, a todos los estamentos sociales, incluida la burguesía. Y la máxima aspiración de todo aquel español que quisiera aparentar, o quedar bien con la sociedad, y en consecuencia con sus comensales, se vanagloriaba de tener su cocinero francés. A tanto llega la necesidad de personal de servicio de dicho país que hasta el autor dramático Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla, escribe un sainete para la compañía de Luis Ponce, titulado concretamente ‘El cocinero’, donde su protagonista ‘Monsieur Andoville’ dice: “El amo tiene gran gusto/ que le robe cuanto quiero/, en poniéndole a la mesa/ dos guisados extranjeros”. Muchos autores españoles, Picadillo, Pardo Bazán, Marquesa de Parabere, Simone Ortega, entre otros, ya en el siglo XIX y XX, no pudieron sustraerse a la influencia de la cocina francesa, en detrimento de la gastronomía propia. Ya fuera de la cocina, cuando España es aceptada en la Unión Europea, y la vieja y devaluada peseta es reemplazada por el euro, muchos caen en una suerte de encandilamiento propio de adolescentes enamorados, y se sienten definitivamente “europeos”, ciudadanos de primera clase. Esa supuesta superioridad se notaba claramente en la actitud con que se dirigían a nosotros, emigrantes, residentes en países emergentes, “sudacas” que, curiosamente y para su disgusto poseemos el mismo codiciado pasaporte con la inscripción “Comunidad Europea”, mayor experiencia y creatividad para superar adversidades, y los mismos derechos. Ahora, con la grave crisis que azota al viejo continente, y España integrando la negra lista que encabeza una Grecia al borde de la quiebra, y completa Italia y Portugal, tal vez muchos depongan actitudes soberbias, casi infantiles, y vuelvan a la humildad y la cultura del trabajo, la solidaridad que siempre caracterizó a nuestra estirpe, y quedó más que demostrada en la diáspora. Nosotros, los de “fuera”, los integrantes del Censo de Residentes en el Exterior, debemos defender más que nunca los derechos que nos otorga la Constitución, e ir por más, lograr una Circunscripción electoral desde donde salgan nuestros auténticos representantes. La mejor manera, ahora, es ejercer el derecho a voto, olvidando el disgusto por los palos en la rueda, demostrar que nos interesa participar en el futuro de nuestra patria, volver a ser protagonistas.


Ingredientes-Zapallitos rellenos: 6 zapallitos, 100 grs. de jamón cocido, 150 grs. de carne de pollo cocida, 2 huevos, 1 cebolla, 100 grs de manteca, 100 grs de queso rallado, laurel, tomillo, sal, 2 dientes de ajo, perejil picado.


Preparación: Cortar los zapallitos a la mitad, horizontalmente, quitarles la pulpa, desechar las semillas. Cocerlos en agua con sal, escurrir, picar muy fina la pulpa y ponerla a estofar junto con la cebolla picada, el ajo, el perejil, el jamón y la carne picada. Sazonar con sal, laurel y tomillo. Añadir los huevos, revolver, y rellenar con esta mezcla los zapallitos. Disponer en una placa de horno, espolvorear el queso rallado y poner encima una bolita de manteca. Llevar a horno 180° 30 minutos, regando de vez en cuando con su propio jugo.