Opinión

Eutanasia, aborto y respeto a la vida

Salmo 1492Nunca fuimos/ el pueblo elegidoPero nos mataron/ por la señal de la cruz.
Eutanasia, aborto y respeto a la vida

Salmo 1492

Nunca fuimos/ el pueblo elegido
Pero nos mataron/ por la señal de la cruz.

Graciela Huinao (poeta mapuche)

La muerte de Eluana, después de tres décadas en estado vegetal, ha reflotado, con enorme virulencia, los viejos temas de la eutanasia y del aborto, bajo el expediente de “el respeto a la vida”, que, en este caso particular y en algunos otros, es enarbolado como bandera de lucha moral y política por la Derecha y por la Iglesia católica.
Mi posición –aclaro– no es la de un partidario del aborto ni de la eutanasia; ambas acciones me repugnan, pero hay casos muy puntuales en los que se justifica su aplicación: muerte cerebral prolongada e irrecuperable; embarazo no deseado, sea por violación o abuso sexual comprobados y fehacientes.
Todas las sociedades, desde la más primitiva hasta la más civilizada, consagran en sus códigos de moral el ‘No matarás’, mandamiento, presumiblemente de origen divino, que recibimos los cristianos –culturales u observantes– de nuestros antecesores teológicos del judaísmo. Junto con la rigurosa prohibición heredamos también la recurrida y frecuente transgresión. Los hombres no hemos dejado nunca de matar; por el contrario, hemos perfeccionado las armas y los recursos tecnológicos para eliminar a nuestros semejantes, y lo seguimos haciendo, impunemente... Desde el garrote paleolítico hasta la ojiva nuclear hay una constante patológica que tratamos de justificar con los más diversos subterfugios y pretextos. Combates por la posesión de las mujeres, por el territorio y el alimento, guerras de religión, guerras ideológicas, conflictos por el dominio de la energía. Dios y la Patria, la Religión y la Familia, la Propiedad, la Revolución, la Justicia, la Igualdad... Casi hemos agotado las coartadas del lenguaje para afirmar nuestro derecho a transgredir el viejo mandamiento.
La vida del embrión y la del moribundo son importantes y dignas de respeto; hay en ella un destello milagroso y trascendente, sin duda. Pero, ¿y los niños que mueren de hambre a cada minuto, sea en África o en Asia o en América?, ¿y los pobres que fallecen en la puerta de los hospitales, carentes de mínima atención?, ¿y las mujeres que fenecen, cada hora, en manos de sus iracundos dueños?, ¿y los palestinos inermes, ancianos, mujeres y niños, que son masacrados por uno de los ejércitos más poderosos del mundo, a vista y paciencia del Papa y de los demás poderosos de la Tierra?
Las preguntas resultan interminables y sin respuesta, porque la voz de los príncipes de la Iglesia no se alza para condenar lo que ocurre bajo las narices de los purpurados, ni los políticos de la ralea de Berlusconi son capaces de decir ‘esta boca es mía’ ante la mortandad que cuenta, con su tictac perverso, el reloj de los aniquiladores de siempre.
Hay un asqueroso doble estándar que se practica con cinismo universal. Y qué decir de las vidas arruinadas de tantos niños abusados por pedófilos con o sin sotana, ¿quién responde por ellos?, ¿dónde está la condena a esas prácticas aberrantes por parte de esos dignatarios ahítos de publicidad mediática que rasgan vestiduras como mercaderes del templo? Sacerdotes de Cristo, muy cercanos al pontífice teutón, son escuchados hoy en la prensa cuando afirman que “el holocausto no existió”, que “es invención de los judíos”. Son herederos ideológicos de Pío XII, el que bendijo los tanques italianos y alemanes, el que apoyó a Hitler y elogió a Franco por su ‘cruzada liberadora’.
El respeto a la vida es una máxima demasiado grande para estos menesterosos hombres que somos; es una entelequia que muy pocos están dispuestos a defender como verdad de acción permanente, como un móvil de la voluntad de vida, más allá de cualquier conveniencia o componenda oportunista. Lo demás es una gigantesca e hipócrita mentira, una rueda de carreta con que pretenden hacernos comulgar quienes vienen administrando la muerte, como capital de réditos terrestres, desde el inicio de sus espurias instituciones. Y lo seguirán haciendo, esconderán la daga asesina bajo el poncho y clamarán desde los púlpitos y los parlamentos condenando hechos que su propio sistema alimenta en las sombras.
Curiosamente, tales ‘defensores de la vida’ son partidarios acérrimos de la pena de muerte, justificando atroces genocidios, como el del pueblo mapuche, para citar un ejemplo cercano.
“La vida es lo mejor que se ha inventado”, escribió Gabriel García Márquez. Es un prodigio maravilloso en la vastedad del cosmos, pero nunca podrán encauzarla y protegerla los intermediarios de la muerte, que tan bien conocemos, a pesar de sus disfraces de cordero.