Mucho más que cristales rotos
No es casual. Ni episódico. Ni tampoco, me lo temo, efímero. La estampida de prepotencia racista e ideológica con que un grupo de elegantes y robustos muchachones, entre los cuales se dijo había tres sacerdotes, pretendió interrumpir el pasado 12 de noviembre, en plena Catedral de Buenos Aires, nada menos que un acto ecuménico en recordación de la Kristallnacht, la siniestra Noche de los Cristales Rotos (del 9 al 10 de noviembre de 1938) en que las hordas nazis dieron el puntapié inicial a su cruzada homicida contra el pueblo judío, que no se iba a limitar tan sólo a él, no fue algo pasajero. Que yo sepa, el huevo de la serpiente no anidó nunca en el vacío.
(Y como nada es ingenuo en estas lides, las boinas rojas ostentadas en la Catedral recordaban a los ultrarreaccionarios requetés que, por los mismos años (1936-1939), crucifijo en mano combatían acérrimamente contra la legítima República española, junto a Franco y sus tropas aliadas del Führer y del Duce.)
Ese hecho ominoso de que hablaba al comienzo se dio poco después del más que elocuente oxímoron “Hitler espectacular”, que el vendedor de marketing político Durán Barba intentó vanamente atenuar, adjudicando a ese adjetivo un valor ñoño en su Ecuador natal. Y, lo que es evidentemente aún más grave, con el trasfondo inquietante del desmesurado avance de la ultraderecha filonazi y xenófoba en la Europa demolida por el neoliberalismo.
No es la primera vez que, a lo largo de los siglos, el discutible lema “¡Viva Cristo Rey!”, ya de términos en sí contradictorios, fue esgrimido por violentos y asesinos (¿cómo no hablar de “fascistas”?) en nombre de quien vino a ofrecer al agresor la otra mejilla.
De nada sirve intentar convencer a un fanático de hechos objetivos: no sólo de que en todos los almanaques de nuestra infancia el 1º de enero recordaba como fiesta santa la Circuncisión del Señor; de que el cristianismo no cambia de Dios, que es el mismo del Antiguo Testamento; o de que todos los nombres orgullosamente asumidos por cristianos y católicos, comenzando por los de Jesús, María y los apóstoles, son etimológica e inocultablemente de origen hebreo.
Dentro de la palabra “nosotros” está el “otros”. Y adelante está el “nos”, que es el “nuestros”. Es decir, en el mismo “nosotros” está inscripto claramente “nuestros otros”. Algo así me surgió, como suele ocurrir sin proponérmelo, en el poema ‘¿Nosotros?’, que se escribió a sí mismo el 12 de junio de 1985 y que luego se sumo a mi libro ‘Jazmín del país’ (1988). Como una forma de evadir el silencio, de luchar de raíz contra un silencio que en circunstancias como esta se haría cómplice, me permito recordarlo ahora:
¿NOSOTROS?
nos otros
nuestros otros
nosotros somos otros
somos el otro nos
somos el otro
somos el otro nuestro
el otro es nos
el otro es nuestro
no sin otros
nuestros
nuestros nos
nuestros nosotros
nuestros otros nosotros
no es otros
nuestro otro
el nos es otros
en el desierto refulgente
estrepitoso y trepidante
en el lago de sed
en el hambre lujosa
la tumba sin silencio