Opinión

Lego asustadizo

A lo largo de la existencia sentimos estar duplicados, es decir, tenemos otro ‘yo’ libre andando por un mundo de sosias en que parece convertirse el gheto de nuestra esencia terrenal.

José Samarago, premio Nobel de Literatura, se arrogaba ese concepto, en su libro ‘El hombre duplicado’, un encuentro con un doble -en alguna parte- de nosotros mismos.

¿Ciencia ficción? Meramente una elegía por encima de los sueños y las tumbas.

El fallecido autor portugués de ‘Memorial del Convento’ nos hablaba de un profesor de historia que por casualidad, descubre una grabación en vídeo de otro hombre igual que él, y decide salir en busca de su duplicado.

A raíz de esto, explicó que los epígrafes de sus obras “nunca son por casualidad, son una condensación de lo que quiere decir el libro” y, en este galanteo, “el caos es un orden por descifrar”.

El lector consecuente con estas endemoniadas crónicas, sabrá que solemos usar a Saramago a modo un ‘cayao’ (bastón) para saltar los huecos de nuestras imperfecciones a la hora de escribir.

Fue uno de los escritores lusitanos más leídos y traducidos, hoy menos al estar la literatura arrinconada en el olvido más punzante.

Se estrenó con ‘Tierra del Pecado’ en 1947. Después llegaron ‘Levantado del suelo’, ‘Memorial del Convento’, ‘El año de la muerte de Ricardo Reis’, ‘La balsa de piedra’, ‘El evangelio según Jesús Cristo’, ‘Ensayo sobre la ceguera’, ‘Todos los nombres’, ‘La Caverna’, ‘El viaje del elefante’ mucho mejor que su última novela ‘Caín’ y esa camino y personal acercado a ‘Cuaderno de Lanzarote’, cortos párrafos muchos de ellos dedicados a cobrar viejas cuentas literarias y otros no tanto.

Comunista de vieja data, siempre intento –algunas veces no lo consiguió- estar al lado de las causas justas de los desamparados del pan y la palabra, del cántaro de agua para apagar la sed, y de aquellos abandonados de toda justicia humana.

Sus opiniones de Fidel Castro fueron siempre entreguista y ambivalentes. No supo nunca hablar claro sobre el dictador.

Incómodo para muchos, el portugués de Azinhaga se acercaba con la inocencia de un lego asustadizo a la luz y sombra de una religión donde los actos del hombre superan algunas veces los divinos soplos de algún dios injusto.

Ahora la sombra larga de un cipariso se pasea sobre los roquedales desnudos de la volcánica isla de Lanzarote (allí vivió hasta su muerte en junio de 2010 con su esposa sevillana Dolores del Río), una tierra no ser de este mundo, al ser las noches una continuación del día.