Opinión

Las dobleces de la piel

Las dobleces de la piel

Al decir de Flaubert, concurrió un tiempo –entre Cristo y Marco Aurelio– en que el hombre estuvo solo, abandonado a su suerte, y la única magia posible en esos momentos, era garrapatear los meandros del alma. Y en esos estamos.

Lo he dicho en otros momentos hablando de las vivencias personales: no ansío nada, solamente trazar renglones de palabras, y esto no es un pedir excesivo en una época en que los seres humanos nos empeñamos en conseguir metas duraderas.

En un período las mantuve, ahora simplemente deseo poder seguir enviando estas letras a ‘Magazine Español’, disponer de un poco más de tiempo, cuidar el racimo de plantas del balcón del mediterráneo valenciano en la que moro, y leer los postergados libros que aún no he tenido ocasión de abrir. 

Lo había asentado el admirado Jorge Luís Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.

Hace muchos otoños comencé a llenar cuartillas, líneas en las que reflejaba mis alucinaciones interiores. Era joven y la luminiscencia de los anhelos se reflejaban en mis ojos con la fuerza de un friso de cristal de cuarzo sobre un paisaje de ensoñación. 

Los primeros escritos, ingenuos, se perdieron. Sucedió en el diario ‘Región’ de Oviedo. Después por medio mundo. En los viajes voy deshaciéndome de todo sin molestia. Si de algo soy jactancioso es del poco apego al pasado, aunque en alguna parte, entre los dobleces de la piel, hay cicatrices que si se hurgan, duelen.

Lo señalo con insistencia: debemos envejecer con dignidad. Suelo, sí, llorar a menudo; más que lágrimas, es un vapor húmedo colgado de los ojos Sucede frecuentemente ante cierto injusto infortunio, un instante de miseria de la que tanto abunda o la simple ternura tardía en alguna película en blanco y negro ya marchita.

En este instante dejo de escribir y voy a envolverme en la pequeña pantalla de la televisión que ofrece la entrega de los ‘Premios Princesa de Asturias’.

Hace unas semanas, en un viaje muy corto, estuve hospedado en el plácido ‘Apartotel Campus’ de Oviedo. En esa ciudad tan mía sin ella saberlo, hablo con los propios recuerdos perennes de siempre.

Regresado uno de esos días al hospedaje, la tarde comenzaba a ser acogedora y fresca, los ruidos se iban van disipando. Un corto paseo entre los vetustos ramajes del Parque de San Francisco. Se estaba bien allí. En la mañana había leído o repetido una vez más, las primeras páginas de ‘Memorias de Adriano’.

Al hombre, antes que al emperador, lo contemplo viejo, enmohecido. Enterró hace poco el cuerpo hermoso del joven amante Antínoo, y llora como un niño asustado en las sombras. Su dolor se desnuda igual a un árbol en el otoño cobrizo y siento compasión al verlo tan afligido. Marguerite Yourcenar lloró al trenzar esas páginas. 

Lo subrayó Constantino Cavafis en un café del viejo Cairo con todo su sentimiento helénico: “Un monótono día sigue a otro / idénticamente monótono. Las mismas cosas / nos ocurrirán una y otra vez, / los mismos momentos van y vienen”.

En medio hubo algo certero: saborear el presente, es la única razón de que aún podemos volver a las propias y lejanas evocaciones que hemos ido palpando a lo largo de los años.

Por cierto: lo mejor de coexistir es recordar.