Opinión

El nacimiento del diálogo

El nacimiento del diálogo

A razón de afluentes de risas, dudas, un poco de sangre, una lágrima y algo de pasión afectiva, supimos que Grecia es la bruma tras la ventana, un recuerdo –magnífico sin duda– de juventud.

El país helénico, tal como lo conocemos hoy, es la lluvia mezclada con muchas otras. No importa si primero fuera jónico, después de los dorios, ya que aquellas alianzas en el Peloponeso fueron las causantes al final de la llegada de un Filipo de Macedonia con la palabra unidad a su hijo Alejandro Magno, al que todos, de alguna forma, hemos admirado su juventud y espíritu sobrehumano.

Sin darnos cuenta todos somos un poco griegos y amamantamos la esencia de esa raza. Allí nació una de las cualidades que hizo al hombre universal: el diálogo. Es decir, el pensamiento compartido.

Jorge Luis Borges Acevedo cuenta cómo unos seiscientos años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mejor historia posible: el descubrimiento del diálogo.

“La fe, los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban el orden; algunos griegos contrajeron, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, metafísica”. Y finaliza recordándonos: “Sin esos pocos griegos conversadores, la cultura occidental es inconcebible”.

Uno mira a Grecia con respeto, al estar parte de nuestra memoria allí, entre los pliegues de sus sinuosas ondulaciones.

De esa Grecia actual nos envuelve el aire y las costas de Creta, brumosas en la lejanía camino de Chipre. Allí, en fecha lejana, acudimos a sembrar pinos negros y a bañarnos en aceite de oliva, con el deseo de que los dioses nos fueran propicios.

Fue una ceremonia como aquella otra recreada por Curzio Malaparte en la Torre del Greco, y aún así más pura. En lugar de efebos pariendo a la pálida luz de la luna, había mujeres con pechos igual a cántaros de leche y pasión carnal desatada.

De ese rito pagano salimos más claros a los sopores de la subsistencia.

Desde el mar en esos arrecifes son contemplados como al cambiar la luz del día, también lo hace nuestra mirada, y así, tras un blanco translúcido, viene un manto de sombras, ahora rojas, ahora grises. Aquel anochecer el viento era suave y preñado de nostalgia.

En una de sus calendas Gesualdo Bufalino dice: “Es curioso cómo el tiempo finge correr... y por el contrario está parado”.

Ahora, con numerosos años encima de la piel, nos hemos dado cuenta: esa manera de caminar tan afanosa es nuestra vida evaporándose irremediablemente.