Opinión

La buena tierra

Desde lo alto, hacia lontananza, se divisa un horizonte de apretados picachos y gruesas nubes humedecidas de grises sobre un paisaje matizado de verde.
En la pequeña aldea, sobre la mesa rural, los amigos de antaño tiempo, ahora vueltos sosegados pinos, duras encinas y savia limpia, colocaron en la mesa de madera –testigo silente de tantos encuentros– el saludo de la amistad, convertido en cecina, jamón casero, mientras de un fogón, resistiendo las puñaladas del frío, venía el olor de nuestra cocina popular.
Unas ‘fabes’ blancas, con su correspondiente ‘compango’, nos esperan acompañadas de pan de escanda, un cereal que en la profunda Europa hacia las inmensas mesetas eslavas, evoca el trigo visigótico, el mismo con el que eran consagrados, empapado en vino de la tierra, emperadores, reyes y el mismo Santo Padre de Roma, sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Patriarca de Occidente y Supremo Pontífice de la Iglesia de Cristo Universal.
Es decir, la gloria condescendiente y divina al unísono sobre un canto gregoriano resurgido de la misma abadía de Roncesvalles.
En la sobremesa, entre culines de espumosa sidra y las sabrosas empanadas fritas de hojaldre rellenas de nuez molida y azucarada, alguien –recordamos el tiempo congelado en alguna parte de nuestras entrañas– entonó la canción de las afinidades lastimeras, esas que si uno las aprieta sobre los nudillos de las manos duelen y hacen brotar escozor.
Uno vegeta hincado en el pasado, sin él no existiría el presente prometedor. Es el agua que ayudará a apagar la sed de las experiencias y forjará al mortal del presente.
Quizás la existencia sea la misma y a la vez diferente. El chaval de entonces –un poco más hombre y ahora vetusto–, mirará las fachadas, buscará algo que le recuerde juegos, travesuras, los primeros resquicios querenciales convertidos en el tiempo en un afecto primerizo.
Habrá rasgos, congeladas sonrisas en algunos rostros, y cada manso detalle será como ir al encuentro de los rajados cardos en flor.
No será esta croniquilla un segmento de literatura emotiva, al tener únicamente el afecto de un pasado congelado en la mirada cansina. El escribidor destapó el frasco de los efluvios más recónditos y entretejió un sentimiento agazapado en un recodo del aliento.
Es la vida mohína escarbando sobre ella misma: tras 55 años escribiendo cada día, regreso el espacio primitivo. En ese territorio conocido ya no me siento peregrino.