Opinión

Arrecifes de hiel

Habiendo dejado atrás su pueblo natal en Nigeria –el país de la sal–, cruzó tras largas semanas el perímetro fronterizo de una ciudad africana enclavada al borde de los acantilados del estrecho de Gibraltar, último obstáculo que le permitía alcanzar el ansia de miles de inmigrantes ávidos de llegar a los promontorios de esa entelequia llamada Europa. 
Las fuerzas allí le abandonaron, se volvieron ahogo, sudor sin fin. Ante sus ojos inflamados en fiebre, el mar Mediterráneo, cuna de la filosofía, la fe y la historia humana, no le abría sus compuertas. 
En medio de la noche tiznada –más que su piel mancillada de cansancio y hambre–, la Guardia Civil la detuvo. En ese instante sintió cómo sus ansias de conseguir una existencia mejor para el hijo que protegía en sus entrañas, se derrumbaban. Aun así, se hizo un juramento: No regresaría jamás a los promontorios secos del Macizo de Ayr.
En su perdida aldea, una antigua balada habla de un grano de arena que alza el vuelo y se hace nube. Eso, volverse cúmulo de algodón, lo deseó ella con todas sus fuerzas.
Detenida fue llevada al hospital a curar sus pies cuarteados. La enfermera la cubrió con un pijama y con él arropar tanta desventura. Del tálamo blanco pasó a una celda.
En ese instante, lo que la joven y el niño que gateaba por su sangre cuajada se dijeron, nadie lo sabe, pero a la mañana siguiente, el alba, se la halló guindada igual a la flor del rocío, fría, muerta. Había usado la prenda de dormir y con ella hacer una soga con el ávido deseo de descansar de tanto desaliento para siempre. El gran viaje se volvió senderito en las estribaciones del alma, estaba dormida y nadie pudo despertarla. 
Ahora, llevada por el viento de tramontana, el mistral, el siroco y el sinuoso jazmín, cruzaría la frontera sin barreras, aduaneros, ni pasaporte, y todo se convertiría en risa y miel, las dotes que los Profetas entregan a las damiselas dulcificadas.
Ya en el cielo, una racha la trasportó en procesión como si de una santa se tratara, a tocar la tierra de la leche, el pan de trigo, el requesón y el vino macerado.
Hace tiempo, tanto que puedo contar las arrugas en mis parpados, decía en un cuadernillo pequeño, hoy perdido o vuelto limaduras de olvido, que también yo era hombre sin caminos. Mi espacio interior, el de los terruños hondos, forjado con afanes, ya no existe. Mi soledad de refugiado se puede aún tocar, hacer amasijo, convertirla en carcoma y arrojarla al mar.
Supe que la joven no acariciará la nieve con la que tanto había soñado. ¿Es blanca? ¿Muy helada? Su cuerpo, y el angelito sonrosado en el vientre, se volvieron resplandores, estrella del Sur, canción de cuna encallada cerca de las Columnas de Hércules.
¡Faltaba tan poco para rozar los campos de aguamiel, uvas, aceitunas y almendros tiernos!