Opinión

Nacionalidad y futuro

No es usual que los consulados constituyan un recuerdo significativo en la vida de las personas. Sin embargo sí lo es para quienes, como yo, hemos sido marcados por la experiencia de la emigración. Cuando me trajeron por primera vez a Galicia, a los cinco años, mi padre iba a menudo al consulado de Venezuela en A Coruña, concretamente en los Cantones. Lo hacía por trámites, pero también como forma de mantenerse informado de lo que allá acontecía, leyendo sus periódicos. Forma parte de la mitología familiar el hecho de que yo habría aprendido a leer de corrido mirando, sentada junto a él, los titulares. 

Es por eso que, cuando mi hija volvió a casa, luego de ir a renovar su pasaporte español en las oficinas del consulado de España en Santiago de Chile y me dice, con lágrimas en los ojos, que había perdido la nacionalidad, la noticia tuvo –para mí– una connotación especial. ¿Cómo era posible que yo, que presumo de informada por mi condición de analista política, no tuve conocimiento de lo que dispone el artículo 24.3 del Código Civil de España en materia de nacionalidad? En él, se establece que los hijos de españoles nacidos fuera de España e inscritos como españoles, una vez cumplida la mayoría de edad a los 18 años (y hasta los 21), deben acercarse a una oficina consular a ratificar expresamente su deseo de conservarla. Me puse de inmediato en acción. Orientada por el cónsul de la época, se me señaló que la nacionalidad podía recuperarse, sí, pero bajo la condición de residir un año en España. La idea sonaba descabellada. ¿Qué podía hacer mi hija, que estaba inmersa en la elaboración de la tesis para titularse en la universidad, en un país asolado por la crisis y del que los jóvenes salían por miles, buscando horizontes laborales? Se nos sugirió cursar un trámite denominado dispensa de residencia. Recopilamos cuanto antecedente pudimos y que mostraba el vínculo generado con España, desde las visitas que había realizado para conocer sus raíces, hasta su participación en las actividades del Lar Gallego en Santiago. No fue suficiente. Desde Madrid, vino una negativa bajo la que subyacía algo distinto a lo que se nos había alentado a demostrar. Se señalaba que no se había mostrado evidencia que sostuviese la imposibilidad de vivir en España, mientras nosotros nos habíamos esforzado en mostrar apego, vínculo, interés y conocimiento de la realidad española. La conocida insensibilidad burocrática mostraba su cara más absurda. La coyuntura económica y social que la península vivía en ese momento aconsejaba cualquier cosa menos venirse a vivir a un país cuya tasa de paro escalaba al 26%.

A partir de allí, comencé a indagar –en el seno de la comunidad gallega en Chile– la situación de otros jóvenes que habían vivido una situación similar, observando un patrón que se repetía: desconocimiento de la ley por envío de información a domicilios o correos electrónicos inexistentes o bien la presunción, por la parte de los potenciales interesados, de que ya poseían la nacionalidad por el mero hecho de tener el pasaporte vigente a la fecha indicada para la ratificación de su deseo. ¿Alguien puede afirmar que Gabriela Diéguez Santa María y Catalina Yáñez Cifuentes no tienen interés en ser españolas y gallegas? La primera publicó ‘Agua, harina, sal y levadura: relatos del oficio panadero en Santiago de Chile’, libro donde rescata la historia y el legado de los panaderos gallegos que llegaron a ese país austral. La segunda, a punto de cumplir los dieciocho años, visitó Galicia para encontrarse con su familia, a instancias del Lar Gallego de Chile. Pensó, por ello, que ya era española. Constató después, con desazón, que había perdido la condición de tal a los 22 años y al momento que su hermano menor fue a ratificar la nacionalidad. Al trasfondo de leyes incumplidas y de trámites no realizados subyace algo más profundo: la falta de encaje entre el vínculo establecido en el plano emocional –muchas veces favorecido por los programas de la Secretaría Xeral de Emigración de la propia Xunta de Galicia– y el vínculo jurídico. Además, se ha generado un nuevo tipo de familia de emigrantes que supera las tipologías existentes, donde algunos de sus miembros poseen la nacionalidad mientras otros la han perdido sin haberse dado cuenta.

Mi decisión de retornar a Galicia, luego de casi cuarenta años viviendo en América Latina, coincide felizmente con la posibilidad de que se tramite en el Congreso de los Diputados una nueva ley de de nacionalidad española, más coherente e integral que lo que actualmente existe y para lo que se propone, básicamente, modificar los artículos 17, 20 y 24 del Código Civil. Siendo aspiración de larga data de diversos grupos y colectivos residentes en el exterior, permitiría reparar muchas situaciones distintas incluida también la de los nietos que no ratificaron. 

La comunidad autónoma de Galicia y sus autoridades debieran tener, en la futura discusión de esta ley, un interés especial. No sólo porque se trata de la autonomía con la mayor comunidad fuera de España. Sucede también que Galicia languidece internamente como producto del envejecimiento de su población (24,3% frente al promedio de España, de 18,7%). Desde este punto de vista, los gallegos 3.0 podrían encerrar un potencial demográfico insospechado, pero no sólo eso. La Agencia Gallega de Innovación (GAIN) ha venido trabajando en una visión estratégica compartida donde se enfatizan potenciales ámbitos de desarrollo económico y social que emergen de las fortalezas que tenemos en salud, bienestar y vida; alimentación, agricultura, pesca y biotecnología; energía, medio ambiente y logística; turismo y cultura y tecnologías de la información. ¿No estará, en una Galicia que sigue creciendo en el exterior por obra de sus terceras y futuras generaciones, una de las llaves posibles para el impulso de su competitividad?

  

María de los Ángeles Fernández-Ramil, analista política y doctora en Procesos Políticos Contemporáneos de la USC.