Opinión

Cocina Gallega

El hombre, más cerca de los sesenta que de la tardía adolescencia (que gurúes de la posmodernidad ubican para desconcierto de padres histéricos y llenos de culpas freudianas en los insólitos treinta y pico), cierra los ojos y ve, nítidamente, la gran sartén de hierro (improbable antecesora de la moderna ‘teflón’). En la oscura superficie se expande lentamente, como si brotara de la nada, el aceite de oliva. El hombre sonríe y aletean sus fosas nasales: el aceite levanta temperatura y libera su aroma tan especial, olivaras y aceituneros entran en tropel en la memoria. Enseguida, lluvia de láminas ámbar, caen los ajos, el morrón rojo cortado en delgadas tiras y por último la cebolla, tierna y transparente. Aquí, el hombre hace un movimiento involuntario con la mano, recordando la cuchara de madera en lenta y propiciatoria danza circular para que todo se rehogue en armonía. Los niños pequeños (uno con su misma cara), los mayores que trabajan en la finca cercana, los pájaros, los animales que habitan debajo de la cocina, todo se impregna de ese maravilloso olor y sienten que comenzó la ceremonia cotidiana en los fogones. Pronto, la comida estará lista. Y la tierra o el mar estarán presentes en la mesa familiar como recompensa oportuna al agotador trabajo rural. Los jamones, tocinos, unto. El pan recién horneado, el vino, los leños ardiendo. Los armarios y las sillas. Hasta la enorme llave de la puerta principal tienen un olor especial y perviven en la memoria como garantía de identidad. ¡Pero el olor del ajo, el morrón y la cebolla rehogándose en el aceite de oliva es inimitable! El hombre recuerda la imagen de muchas mujeres cortando cebollas y piensa: ¿Cuántas de ellas habrán llorado por íntimas razones y recurrieron a la coartada de la cebolla para ocultar su pena? A esta altura de las emociones, el hombre suspira y comete el error de abrir los ojos: la superficie árida, blanca y enorme de una pared le invade el ánimo. Su compañera de toda la vida le sonríe desde la distancia intimidatoria que impone una mesa demasiado grande. Observan sin amilanarse las pequeñas copas sin pie y brindan con un buen Cabernet franc que no se encuentra a la temperatura adecuada y agrede el paladar (pero lo importante es estar juntos, piensan al unísono). Delante de un joven informal que se acerca indeciso y algo tembloroso, y en nada se parece a un camarero profesional, vienen los platos ordenados. El hombre aspira aire profundamente y se resigna (prometió gozar una velada agradable, pasara lo que pasara). En el restaurante no hay ruido, cuadros, plantas, ni olor. Es todo muy moderno y aséptico. Está bien, pensó el hombre, instalado definitivamente en el siglo XXI. Su compañera luce hermosa tratando de comer una supuesta ensalada mediterránea (oh, Serrat, ¿por qué si tú pronuncias ‘mediterráneo’ uno se llena de poesía?), entonces observó en silencio sus chuletas de cerdo con verduras. La carne no despedía ningún aroma, ni jugo, y estaban tristes con su aspecto de cuerpo del delito, pálidas y desabridas. Pero el hombre estaba decidido a seguir hasta las últimas consecuencias. Cortó un trozo generoso y lo llevó a la boca sin miramientos. Sus instintos casi le juegan una mala pasada, pero se reprimió al instante y el plato, lejos de volar por los aires hacia la cocina, fue apartado con suavidad en un civilizado gesto de desagrado. Parece carne hervida, comentó casi en un susurro. Ella atinó a recomendar que hiciera un intento con las verduras que habían bailado sin ritmo en el novedoso wok. Pero él prefirió navegar en el cambiante azul verde gris de sus ojos, a internarse en el débil barniz de la salsa de soja.Y en tren de soñar, soñó. Tanto su abuela, como su madre, y luego él, respetaron la materia prima, dejaron que sus manos se deslizaran amorosamente por carnes y verduras. El tacto, la vista y el olfato, siempre atentos para cortar, cocinar, sazonar y presentar el alimento convertido en ofrenda para el espíritu (es la imaginación y el pensamiento lo que distingue al hombre entre otros seres vivos a la hora de alimentarse). Los términos ‘pizca’, ‘cantidad necesaria’ o ‘a gusto’, sólo tienen sentido si se considera al hecho de cocinar un arte, un acto de amor, una decisión personal. El hombre, que cuando cocina no tiene empacho en poner un dedo en la salsa para probarla, piensa que algunos cocineros se han insensibilizado al punto de quedar reducidos a ‘distribuidores de ingredientes, de acuerdo a pautas preestablecidas por los técnicos de turno’. Intuye la imagen de cirujanos con barbijo y guantes de goma, computadoras diseñando recetas. En este punto, un escalofrío recorre el cuerpo del hombre: ¿Llegará el fatídico día en que el género humano se alimente con píldoras? La piel suave de la mano de ella lo devuelve a la realidad. Decide pedir la cuenta e invitarla a cenar otra noche, en otro sitio. Si cocinas tú, halaga ella. Claro, piensa el hombre. Y se complace por anticipado sintiendo el aroma de la cebolla al caer en el aceite, y el salado mar que seguramente su lengua buceará debajo de la lengua amada en agitada reunión a la hora del brindis que prologue amablemente la noche compartida. Porque, piensa el hombre, también el amor tiene olores (y sabores) que vale la pena disfrutar.

Manzanas asadas

Ingredientes: 12 manzanas medianas, 12 cucharadas de azúcar, 12 cucharadas de vino blanco dulce, canela en polvo, 1 vaso de jerez.

Preparación: Limpiar y quitar el corazón a las manzanas, rellenar el hueco con la mezcla de azúcar, vino y canela. Disponer en una placa, y rociar con el jerez y llevar al horno 180° hasta que estén asadas.