Opinión

Cocina Gallega: Tender la ropa al sol

Tender la ropa al sol. Abrir las ventanas y airear las casas. Lavarse bien las manos. Limpiar todo con agua y vinagre. Dejar los zapatos en la puerta. Comer sano y variado. Con la comida no se juega. Esas y otras muchas recomendaciones que parecen tan actuales por la pandemia de Covid-19, en realidad forman parte de los recuerdos de quienes tenemos alguna juventud acumulada.
Cocina Gallega: Tender la ropa al sol

Tender la ropa al sol. Abrir las ventanas y airear las casas. Lavarse bien las manos. Limpiar todo con agua y vinagre. Dejar los zapatos en la puerta. Comer sano y variado. Con la comida no se juega. Esas y otras muchas recomendaciones que parecen tan actuales por la pandemia de Covid-19, en realidad forman parte de los recuerdos de quienes tenemos alguna juventud acumulada. En lo personal, asocio el aroma del vinagre con enfermedades, ya que el paño humedecido con ese producto sobre la frente era moneda corriente, junto con los vahos de vapor con hojas de eucaliptus, cuando teníamos fiebre, tos, y dificultades respiratorias seguramente menos virulentas que las provocadas por el actual Coronavirus.

A propósito del vinagre que aromatizó parte de mi infancia en el valle de Quiroga, recuerdo ahora una historia. Sucedió en el siglo XIV, durante la epidemia de peste bubónica, posiblemente en Marsella. Es la historia de cuatro ladrones que, según las versiones, se bañaban con vinagre o llevaban un pequeño recipiente colgado del cuello, e ingresaban, una y otra vez, a los sitios donde yacían los muertos para robarles joyas y otras pertenencias de valor. Al parecer lo hicieron durante casi un año sin contagiarse, hasta que finalmente los apresaron. El tribunal que los juzgó, a pesar de la gravedad de sus delitos, les prometió clemencia (la pena era la muerte) si compartían su secreto, o, en este caso, su receta: 1 ½ litro de vinagre blanco, 1 puñado de artemisa, 1 puñado de filipéndula, 1 puñado de mejorana, 1 puñado de salvia, 50 clavos de olor, 50 gramos de raíz de campanilla, 50 gramos de angélica, 50 gramos de romero, 50 gramos de marrubio, 3 medidas de alcanfor. Se deja macerar todo el mejunje 15 días, y con él se frotan manos, orejas y sienes. Al parecer, la receta fue escrita en los muros de Marsella para conocimiento del público que quisiera beneficiarse de ella por cuestiones de salud, claro, y no delictivos. Pasada la epidemia llegó a comercializarse con el nombre de ‘Vinaigre des quatre voleurs’. Lo cierto es que la mayoría de las plantas utilizadas y el vinagre tienen propiedades antibacteriales y antifungidas. Ciertamente, mi abuela Estrella (que vivió 102 años en el plano terrenal) usaba algunas de ellas, especialmente salvia, romero, y alcanfor, para preparar tisanas que hacía beber a quienes se acercaban con algunas dolencias menores a su casa. Claro que la previa a la ingesta incluía letanías en latín (insólito en quien, como ella, apenas aprendió primeras letras) que repetía de manera monótona durante un buen rato, haciendo señales de la cruz a diestra y siniestra. Galicia mágica, supersticiosa, barca a la deriva en aguas paganas y cristianas en un cuerpo menudo que no se alzaba más de metro y medio del suelo, y poseía unos ojos grises que encandilaban las dudas de este cronista aferrado al recuerdo.

Y hablando de alimentos, especias y propiedades curativas, el ajo está presente desde la más remota antigüedad, y sigue actualmente en nuestras cocinas para dar sabor a los guisos, pero también colgando detrás de las puertas para espantar los malos espíritus. Originario de Asia central, su cultivo data de 7000 años. Sus propiedades medicinales fueron utilizadas en la medicina tradicional asiática. En la India su jugo se utilizaba para mitigar la tos, y otros síntomas de la gripe. En China también lo apreciaron como conservante de carnes y otros alimentos. Tanto griegos como romanos ofrecían grandes cantidades de ajos a sus soldados, antes y durante las batallas, porque intuían que otorgaba energía y fuerza, en sintonía con los egipcios, que alimentaban a los esclavos que trabajaban en la construcción de sus pirámides, y consideraban al ajo un gran depurador de la sangre. Para nuestros ancestros celtas era sagrado. Mi madre sigue haciendo uso (y abuso) del ajo, y de todo tipo de hierbas, y a cada alimento le atribuye una propiedad, y tan mal no le ha ido, lozana y sana a sus casi 90 años. A medida que pasa el tiempo más recuerda su infancia y juventud en Gamiz, y luego en Espandariz, donde nací. Allí mismo, a orillas del Sil, se habrá arrodillado para enjabonar, restregar sobre las piedras, y luego enjaguar la ropa en la corriente del rio haciendo la colada para luego tender o extender especialmente la ropa blanca al sol (no hay mejor blanqueador, sigue repitiendo ya lejos de aquel río). Bien, seguramente en aquella costumbre de nuestras lavanderas se habrá originado el dicho ‘secar los trapos al sol’, que se mantiene con variantes y distintos sentidos en la actualidad. Porque las enfermedades mutan, se curan, desaparecen, vuelven, pero las debilidades y fortalezas de los humanos persisten inmutables en el tiempo, también la Esperanza.

Sopa de ajos

Ingredientes: 3 rebanadas grandes de pan (del día anterior mejor), 6 dientes de ajo, 4 huevos, pimentón (dulce o picante, a gusto), aceite de oliva, 1 litro de caldo de verduras con sal.

Preparación: En una olla echamos un poco de aceite, y doramos los ajos cortados en láminas finas, cuidando no sé quemen. Incorporamos el pan cortado en tacos o desmenuzado, y rehogamos unos minutos hasta que tome color. Añadimos el pimentón diluido en un poco de caldo. Vertemos el resto del caldo, caliente, y cocinamos 15 minutos. Echamos la sopa de ajos en cazuelas individuales, cascamos un huevo en cada una, y llevamos a horno precalentado hasta que cuajen los huevos.