Opinión

La inmigración italiana en la Argentina y el tango

La inmigración italiana en la Argentina y el tango

La Reforma Universitaria de 1918 en la Argentina garantizó la incorporación de la nueva clase a las profesiones liberales. “Tener un hijo con diploma, la aspiración de todo inmigrante que fue reflejada en la pieza teatral de Florencio Sánchez M’hijo el dotor, de 1903, se transformaría de pura expectativa en posibilidad real. Tanto que en muy poco tiempo largas listas de apellidos itálicos, inhabituales en el inventario de las profesiones liberales hasta fines del siglo XIX, superaron en número a los hijos de familias criollas”, asevera el reconocido poeta y ensayista porteño Horacio Salas en su impar obra El tango (ensayo preliminar de Ernesto Sábato), Editorial Planeta Argentina, Buenos Aires, 1ª edición, agosto de 1986.

Sin ningún género de dudas, la inmigración italiana fue la más significativa, sobrepasando en gran manera a la española, la cual fue la segunda comunidad en número de personas desembarcadas en puertos de la Argentina. A juzgar por los datos ofrecidos por la Dirección de Migraciones, entre 1857 y 1899, arribaron 1.100.000 italianos, de los que permanecieron en el país 650.000. Tales cifras frente a sólo 360.000 españoles, de los cuales se enraizaron de modo definitivo 250.000.

Rastreando los datos –procedentes de idénticas fuentes–, entre 1900 y 1920 arribó otros 1.200.000 italianos, de los que 449.000 permanecieron en la Argentina. Además, entre 1921 y 1947, arribaron 850.000, no regresando a su país de nacimiento 395.000. Así pues, en 1895 la población inmigrante de origen itálico en la ciudad de Buenos Aires ascendía al 49 por ciento. Esta cifra se rebajó en 1914 alrededor de un 40 por ciento, teniendo presente el grave escenario de la primera guerra mundial sobre los campos de Europa.

Nos haremos la siguiente pregunta: ¿Cómo podría extrañarnos, por todo ello, que la música y el baile del tango le deba en sumo grado a la aportación social y lingüística del italiano? “Además, ejecutar tangos, contribuir a su desarrollo, inventarlo, era no sólo una manera de ganarse la vida: significaba también una demostración del deseo de asimilarse al país, a sus costumbres, a sus ritos”, afirma el musicólogo y ensayista Horacio Salas. ¿Y qué decir, no obstante, de la nostalgia del terruño que a los inmigrantes de Italia los vio nacer? Evoquemos aquellas noches en el “conventillo”, cuando el “tano” –indiferente ante las burlas de los “compadritos” del patio– volvía entonces a su mandolina o a su acordeón, a fin de acompañarse entonando “saudosas” canciones de su viejo “paese”, al cual tan sólo podría retornar en sus inacabables sueños.

Recordemos los versos del tango La violeta de Nicolás Olivari, el autor de inolvidables libros como La musa de la mala pata o El gato escaldado, al que se considera uno de los más destacados componentes del llamado “grupo literario del Barrio de Boedo”. “Con el codo en la mesa mugrienta/ y la vista clavada en un sueño,/ piensa el ‘tano’ Domingo Polenta/ en el drama de su inmigración…/ Canzoneta del pago lejano/ que idealiza la sucia taberna/ y que brilla en los ojos del ‘tano’/ con la perla de algún lagrimón…/ Lo aprendió cuando vino con otros/ encerrado en la panza de un buque,/ y es con ella metiendo batuque/ que consuela su desilusión…”.