Opinión

Terrible certeza

Inicio estas palabras pidiendo perdón a mis lectoras y lectores. Esta crónica es muy autorreferente, pero asumo la pretensión y su riesgo. Un ex lector dejó de leerme, diciéndome que le molestaba el “excesivo yoísmo” de mis textos. Puede que tenga razón; la tiene, sin duda. Después de todo, apoyándome en mi querido Jorge Luis Borges, debemos reconocer que los escritores siempre están escribiendo el mismo libro y que es imposible desprenderse de lo subjetivo.

Pues bien, estimo que la incipiente locura a la que puede llevar el exceso de libros leídos –Alonso Quijano el Bueno– se manifiesta muy rápido cuando te enfrentas a los libros que tienes por leer. Ni siquiera es necesario considerar las relecturas, imprescindibles algunas, como las historias del Caballero de la Triste Figura y los libros de grandes poetas, hoy en el eterno parnaso.

En febrero cumplí ochenta años; serían hoy ochenta y uno, porque mi madre me concibió con los fríos de junio para que naciese en el calor del verano, siguiendo, quizá sin saberlo, antiguas recomendaciones de los pensadores griegos, que recomendaban las cópulas en invierno, de preferencia, junto a la lumbre.

He leído muchísimo, desde los nueve años, como lector compulsivo. No recuerdo una etapa, ni siquiera breve, en que haya dejado de leer. Pero nunca es suficiente; por el contrario, cada día que pasa hay nuevos descubrimientos, incitaciones que llegan como extraña tentación. Y no son libros de nuevos escritores, pues, a estas alturas me resisto a leer autores nacidos después de 1960. ¿Qué me pueden decir en literatura que ya no conozca? Hay excepciones, claro; por ejemplo, un libro notable que Marisol, más advertida que yo y mucho más joven, me recomienda luego de haberlo leído. Se trata de El infinito en un junco, Siruela, Biblioteca de Ensayo, septiembre 2019, de la zaragozana –o baturra, si prefieren–, Irene Vallejo, nacida en 1979. Sí, una jovencísima escritora de solo 41 años, capaz de escribir un ensayo de casi quinientas páginas sobre “la invención de los libros en el mundo antiguo”. Asombroso. La envidio de manera maligna, más aún al comprobar su madurez lingüística y especulativa. Pero, me consuelo, se trata de una excepción.

Ahora bien, el productor ejecutivo y editor responsable y omnímodo de Cine y Literatura, Enrique Morales Lastra, me presiona a menudo para que yo lea y comente libros de autores bisoños. Lo hago sin rechistar, porque “donde manda capitán…”. 

Y me he llevado algunas gratas sorpresas, es verdad. En cuanto a mis intereses de lector impenitente, oficio en extremo difícil de perfeccionar (Borges dixit), retrocedo en el tiempo, merced a modernos artilugios electrónicos, como el Kindle o el teléfono celular, donde tengo habilitadas aplicaciones gratuitas, también por iniciativa de Marisol, entre las que recomiendo, sin ambages, El Libro Total, enorme biblioteca de la que extraje, entre otros muchos (no quiero agobiarte, amiga, amigo), Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Edward Gibbon, escrito en 1776, hace dos siglos y medio, obra de tres mil páginas, no solo de encomiable erudición, sino de gran talento literario, en la que me sumerjo por las noches, maravillado, con el pasmo y la curiosidad de un adolescente que se entregara a las caricias de la palabra por primera vez. A la espera de hipotético tiempo de lectura están: Del infinito: el universo y los mundos, tratado cosmológico de Giordano Bruno, escrito en 1584, de necesario emprendimiento, aunque le haya acarreado a su enfebrecido autor la hoguera atizada por manos cristianas. En el ámbito de las investigaciones históricas, la Historia de la literatura colonial de Chile, de José Toribio Medina, y la Historia del Tribunal de la Santa Inquisición en Chile, de este mismo portento de erudito incansable. No sigo.

-¿Y de los escritores chilenos? Porque no nos leemos entre pares; nuestro carácter isleño nos hace mirar y admirar lo extranjero, sobre todo en la literatura.

-Es verdad, pero estoy enmendándome. He leído Útero, de Juan Mihovilovic, y comentado en las redes su atrapante novela; asimismo Sin ti mi cama es ancha, de Jorge Calvo; Nos cuesta la vida, cuentos del fino y sagaz narrador, Luis Alberto Tamayo; la entrañable novela breve Papelucho Gay, de Juan Pablo Sutherland; Cordillera adentro, crónicas y relatos de Iván Ramírez… 

En mi mesa de noche aguardan, por turno de llegada: la novela El Paisano y Neruda, de Reinaldo Edmundo Marchant; el libro testimonial La hora de las siluetas, de Gustavo Poblete Bustamante; Bajo el arco de triunfo, novela de Miguel de Loyola; La Despedida, encuentros con Georg Trakl, interesante selección de Ignacio Reichhardt, recién editado por Laika, el sello editorial de Pablo Lacroix y Francisco Turrientes.

-Y te olvidas de los tres libros que nos obsequió ayer Walter…

Estuvimos en casa de Walter y Lenka, el domingo 11 de julio. Viejo y querido amigo de ascendencia palestina, compañero de la SECH en los años duros, novelista, escritor inagotable a sus 88 años de prolífica vida literaria. Nos regaló su novela Travesía por el reino de los sueños, editada en 2020; Fulgores en la penumbra, 4 escritores en tiempo de pandemia, conjunto de ensayos, relatos, testimonios y poemas, libro que comparte con Theodoro Elssaca, Juan Eduardo Esquivel y Jaime Hales, 2021; Allende, una vida tantas veces vivida, novela ucrónica y testimonial, 2021. Pepe Rosasco dijo de Walter y su capacidad de contar: “Es un narrador de la puta madre”. Al mejor modo encomiástico español.

-Y tienes a varios poetas, esperando tus comentarios.

-A ellos no los detallaré, porque son del más quisquilloso de los géneros. Y hay los libros gallegos de Xulio López Valcárcel y los textos portugueses de poesía enviados por Fernando Ozorio. Y…

-Tú mismo acortas tu tiempo de lecturas. No te quejes.

-No lo hago. Ayer calculé lo que necesito para concluir mi lista de pendientes. Le pediré a Jehová treinta años más de lectura potencial.

-Difícil que te los conceda. En 1957 le negó dos años a Niko Kazantzakis, pese a sus fervientes oraciones, para concluir su Carta al Greco, obra que concluyó, de manera feliz, Elena Samos, su mujer.

-Es verdad, tendré que enloquecer, entonces.

-Nadie se vuelve loco dos veces, mi amor.

-Cierto, ni don Alonso Quijano.