Opinión

Temprano madrugó la madrugada…

A Eduardo García Marchant, amigo y cuñado.

Apelo a un verso entrañable de Miguel Hernández, para titular esta crónica, memoriosa y lacerante; cuatro sencillas palabras que, en precisa conjugación, expresan poéticamente el concepto de la muerte prematura. Es parte de su ‘Elegía a Ramón Sijé’, “a quien tanto quería”, su camarada y confidente perdido en la flor temprana de juvenil amistad.

Temprano madrugó la madrugada…

A Eduardo García Marchant, amigo y cuñado.

Apelo a un verso entrañable de Miguel Hernández, para titular esta crónica, memoriosa y lacerante; cuatro sencillas palabras que, en precisa conjugación, expresan poéticamente el concepto de la muerte prematura. Es parte de su ‘Elegía a Ramón Sijé’, “a quien tanto quería”, su camarada y confidente perdido en la flor temprana de juvenil amistad.

De esto que cuento hace hoy sesenta años. Fue el 26 de marzo de 1961, en un caluroso domingo de comienzos de otoño. El día anterior, mi amigo y vecino del Paradero 27 de Gran Avenida, José García Marchant, el Pepe, me había invitado a una cacería en la localidad de Pilay, cerca de San Francisco de Mostazal, sitio de tórtolas y perdices. En esa ocasión, se trataba de un paseo familiar en que celebraríamos el regreso a Chile de don José y de doña Inés, padre y madre de los hermanos García Marchant, Pepe y Eduardo, de un largo viaje al pueblo originario, en la región de Málaga, la soleada y alegre Andalucía, según el tópico recurrido que de esta se tiene. Era el reencuentro y la rememoración de los lazos tribales. 

-Lo siento, amigo, pero tengo un compromiso adquirido para mañana domingo. Iremos con Edmundo Gómez al Estadio Nacional, a ver el partido amistoso de la selección chilena contra la alemana, cita previa del campeonato mundial de 1962… A mi tocayo le regalaron dos entradas bajo marquesina.

Chile venció por 3 a 1 a la entonces Alemania Federal. Volví a casa regocijado; íbamos a ser, sin duda, campeones mundiales por vez primera. Al descender del microbús, me percaté de un movimiento extraño en el frontis de la casa de los García Marchant, donde se veían varios vehículos estacionados y algunos adultos desconocidos y circunspectos. Me acerqué a la puerta. Eduardo, el menor, de 13 años de edad, me abrazó llorando su desconsuelo… -El Pepe –dijo– mi hermano, y se le atragantaron las palabras en el nudo de la angustia.

Accidente con arma de fuego, quizá inexplicable en alguien como Pepe, que a sus veinte años estaba habituado a manejar la escopeta. El desenlace, tan rápido como aterrador, se había producido cerca del mediodía, cuando Pepe García y Pepe Río –este último, también vecino y amigo, hijo de asturianos y camarada de juegos y aventuras– caminaban tras las escurridizas aves, con el arma lista y la mirada alerta.

Al doblar un recodo del sendero que se internaba en un bosque de espinos, a Pepe García le sobresaltó la imagen de una culebra recostada sobre un pequeño matorral, con su radiante y escamosa piel. El ofidio era, quizá, una de sus escasas fobias. Instó a Pepe Río para que disparase a la serpiente, pero éste rehusó. 

Pepe García cogió por los caños la vieja escopeta del 16, como si fuera una especie de garrote, y ensayó un frustrado culatazo para golpear al reptil. El arma rebotó en la base del matorral, posiblemente sobre una roca escondida y se produjo la horrísona doble explosión en medio de aquel recio pecho de vigoroso deportista. Sus bellos ojos azules se abrieron en la desmesura del abismo sin retorno.

Alcanzó a balbucir: -Me maté, Pepe…

José García Marchant, el querido e inolvidable Pepe, era un apuesto veinteañero, de pródiga vitalidad, destacado en el fútbol y en el atletismo, corajudo y dueño de sí mismo como pocos. Las muchachas coetáneas le encontraban un parecido con el actor James Dean, más aún cuando adquirió una potente moto Gillera, y le miraban con intenso arrobo, haciéndonos sentir el filo de los celos juveniles. Fue así de precoz en el amor, siendo padre de un varón a los dieciocho años de edad. Debido a ese lance pasional y a su consiguiente negativa de formalizarlo, recibió una noche, menos aciaga que la tarde de marzo, un balazo de revólver sobre la tetilla izquierda, percutado por la resentida amante. El arma, por fortuna, estaba descalibrada y la bala se le alojó en una costilla, sin dañar órganos vitales. Le quedó la marca del orificio, como minúsculo cráter pectoral. Solía exhibirla cuando fanfarroneábamos de machos imbatibles e inmortales.

Hace poco cumplí mis primeros ochenta años de vida; Pepe los tendría a la par conmigo. El condicional es una conjugación extraña, nos ilusiona con torcer la mano del destino, con rectificar el pasado inmutable. No solo es triste, a menudo, la verdad; es que no tiene remedio... En sueños suelo reencontrarme con Pepe García. Tal vez sea porque aún “tenemos que hablar de tantas cosas, compañero del alma, compañero”.