Opinión

El lugar ameno y la difícil novela

El lugar ameno y la difícil novela

Quizá se trate de un tópico decimonónico, o aún más antiguo; la proposición de un lugar ideal para la escritura, alejados del bullicio del mundo (el locus amoenus de Fray Luis de León), donde el ambiente sea adecuado para encontrarse con las musas y escribir desde la ensoñación creadora. Algo por completo reñido con las condiciones actuales de vida, inmersos como estamos en un tráfago asfixiante y enloquecedor del aquí y ahora…

Pero quien ha escogido este oficio o quien se ve arrastrado por la servidumbre de una pasión arrebatadora, como es la de las palabras, debe saber arreglárselas para escribir en las situaciones más adversas o contrarias a esa idealización del locus aislado y sereno que soñaban los románticos. Así le ocurre a la mayoría de los escribas que conozco, salvo que vivan en alguna aldea remota, con sus necesidades de subsistencia cubiertas, inmersos en la paz bucólica del campo; de estos, en Chile, no sé de ninguno. Por lo que sabemos, José Donoso, durante sus años en España, lograba recluirse en un espacio de su casa que su mujer, Pilar, protegía de intrusos y de visitas intempestivas. Así nacieron Casa de Campo y El Obsceno Pájaro de la Noche.

Como habitantes de la urbe frenética, nos daremos maña para leer y aun escribir en lugares y ocasiones que parecen vedados a toda concentración creativa, devorando libros en el microbús bamboleante o en el metro atestado de seres que pululan por extraer del hormiguero los medios para subvenir sus propias necesidades y las de los suyos.

En lo que a mí atañe, te cuento, amiga lectora, amigo lector, que hace cuatro años comencé a trabajar en la idea de una novela con ciertos ingredientes o elementos literarios de “anticipación”, proyectada para recoger y recrear en sus páginas algunas iniciativas científicas en boga, como la intervención genética en seres humanos.

Los chinos han realizado y llevan a cabo experimentos de vanguardia en este sentido, movidos por su creciente inquietud ante la sobrepoblación de su territorio y los graves desafíos de la subsistencia alimentaria. Por ahora, la experimentación se ha circunscrito a ratas de laboratorio y algunas especies de simios, aunque los mal pensados occidentales hablan de revolucionarias intervenciones en seres humanos, lo que da pábulo a mi imaginación para sacar de ello partido novelesco.

Entre las crónicas que escribo cada semana y las obligatorias tareas contables, logré articular el esqueleto de la narración, pero quedé entrampado en su posterior desarrollo y desenlace… Es muy jodido escribir una buena novela y muchos de los escribas que lo intentan no logran superar el simple encadenamiento de crónicas o anecdotarios dispersos, como le suele ocurrir a Jorge Edwards; como también le ocurrió a Roberto Bolaño en 2666, merced a una retahíla de reportes periodísticos sobre asesinatos de mujeres en México, páginas y páginas que agotan la paciencia del lector y no aportan al conjunto de la obra. No cayeron en tal recurso facilista ni Donoso ni Lafourcade; menos el gran Coloane; tampoco Fernando Alegría.

Como soy dado a proponerme empresas de improbable ejecución, imaginé la posibilidad de refugiarme, dos o tres meses, en una cabaña aislada del mundanal ruido, para concentrarme en la magna labor de sacar a luz la novela. (Quizá en una de las gratas cabañas de mi amiga, María Teresa Viacava, en Concón, a quien enviaré esta crónica con doble propósito).

Después de tres años de espera e inútiles lucubraciones, me di por vencido… No respecto de la escritura, sino de aquel anhelo absolutamente extemporáneo. Apelé a mi proverbial porfía en estos lances y me aboqué a la tarea de concluir la narración, asunto que logré hace algunos meses.

¿Cómo lo hice? No puedo explicarlo con mayor detalle cronológico, pero lo resolví como otras instancias en las que el uso del tiempo pareciera una partida de ajedrez en la que te sumes, concentrado y dispuesto, pero que debes suspender, una y otra vez, para acometer obligaciones de primera necesidad, como pagar impuestos, calcular salarios, cumplir trámites en las innumerables reparticiones, públicas y privadas, de este país nuestro, entregado por completo a servir los más insólitos requerimientos burocráticos, so pena de naufragar en el océano proceloso de la tinta y el papel “de oficio”, sobre todo cuando esperas recibir un pago y el funcionario o funcionaria te dice, con una sonrisa sardónica:

–“No va a poder cobrar hoy día, señor, porque le falta el formulario 666, y el certificado 333 no trae ni el timbre ni la tercera firma”…

El “lugar ameno”, entonces, se transforma en el espacio virtual de la mente, capaz de funcionar fuera de cualquier locación determinada, aún en sueños, cuando despiertas sobresaltado porque Gulliver Miranda, el personaje principal de tu novela Hombres en Miniatura, te ha revelado el móvil de una acción que va a emprender contra Estela Sismundi, la Uruguaya, que le tiene sorbido el seso y también el alma; entonces, te levantas de súbito y corres a la mesa del comedor para anotar la resbalosa o efímera idea nocturna. De vuelta a la cama, tu mujer se ha desvelado y te recuerda, una vez más: –“Tú estás enfermo, h… y vas a terminar trastornado por completo”.

No respondes, porque sabes que ella tiene razón, pero te acomodas en el umbral del sueño y saboreas la frase que describirá con certeza la acción de Gulliver; también te condueles del destino asignado a la Uruguaya, pero sabes que toda conmiseración de esta naturaleza es inútil, porque los personajes se te escapan por los vericuetos de la ciudad de tu locura y terminan moviéndose por voluntad propia, como bien lo intuyera Luigi Pirandello, aunque ya Cervantes lo había experimentado en su Caballero de la Triste Figura y también en Sancho Panza, algunos de cuyos derroteros y extravíos tuvo que encomendar a un escritor mozárabe, Cide Hamete Benegeli.

Es arduo escribir una simple novela; más todavía una que se sostenga en el tiempo, bajo la conjunción armónica de forma y contenido, que exhiba personajes verosímiles y perdurables como sujetos únicos, como seres humanos irrepetibles, almas vivas en todas las épocas, tejiendo su historia única y distintiva, a la manera de Gógol o Tolstoi.

Entre los escritores que tuvieron su pasamento (tránsito a la otra orilla) en 2019, estuvo un gran novelista chileno, Enrique Lafourcade, a quien se le escatimó el Premio Nacional de Literatura por razones ajenas a la creación estética. Puede que cierta indefinición política, en momentos cruciales de la historia de Chile, amén de algunos coqueteos con el poder en tiempos de la dictadura, le acarrearan la inquina de muchos intelectuales chilenos de izquierda, que nunca le perdonaron aquella tibieza pendular, unida a cierta notoriedad en los medios de comunicación masivos y en el decano mercenario de la prensa nacional.

Pero si somos justos, en un oficio donde la justicia es más resbalosa que una anguila y más relativa que el amor romántico, celebraremos el mérito más señero de Enrique Lafourcade: haber vivido como el perfecto “animal literario”, entregado por completo a la pasión de las palabras, un escriba a tiempo completo que dio a luz medio centenar de libros y casi un millar de crónicas, notas y artículos sobre la literatura, con un estilo desenfadado en el que palpitaba, por sobre todas las intenciones, el goce de escribir.

Se dice que su gran aspiración como escritor fue la de entrar en el selecto grupo del llamado “boom latinoamericano” de la novela, al que no logró acceder ningún narrador chileno, ni siquiera el más prestigioso –internacionalmente hablando– José Donoso.

Hernán Ortega Parada, uno de los mejores exegetas de Enrique, nos recomienda leer todas sus novelas, para que podamos apreciar su enorme talento narrativo. En el pequeño mundo literario chilensis acostumbramos a evitar la lectura acabada de las obras de nuestros compañeros de oficio. Como penosa contrapartida, sobran los opinantes acerca de lo que nunca leyeron, con ligeros juicios de descalificación, en la mayoría de los casos, haciendo prevalecer opiniones basadas en hechos o circunstancias extra literarios. A Lafourcade le ocurrió, tal vez, como a ningún otro. (Acojo la exhortación de mi buen amigo Ortega y acometeré, en breve, la lectura de las novelas que me faltan).

Quizá el infortunio infligió a Lafourcade el mayor castigo que puede recibir quien vive y palpita y trabaja con el tesoro de la memoria. El Alzheimer le sumió por años en el reino de las sombras, en esa nada terrible que define Borges:

Sólo una cosa no existe. Es el olvido.

Dios, que salva el metal, salva la escoria

y cifra en su profética memoria

las lunas que serán y que han sido.

Ya todo está. Los miles de reflejos

que entre los dos crepúsculos del día

tu rostro fue dejando en los espejos

y los que irá dejando todavía.

Y todo es una parte del diverso

cristal de esa memoria, el universo;

no tienen fin sus arduos corredores

y las puertas se cierran a tu paso;

sólo del otro lado del ocaso

verás los Arquetipos y Esplendores.

Seamos generosos, rescatemos del olvido a nuestros buenos escritores, teniendo en cuenta que la única resurrección posible para ellos es abrir las páginas de sus libros para hacer volar de nuevo el ave huidiza de la memoria.