Opinión

El incierto destino de los libros

El incierto destino de los libros

Acabo de adquirir –para mi hija Sol– el Código Civil, columna vertebral de nuestro sistema jurídico chileno, en versión 2018, que trae un total de mil doscientas páginas (el original, obra del venezolano-chileno Andrés Bello, tenía cerca de trescientas). Esta nueva edición no lleva en la portada el nombre del ilustrísimo autor, sino el de quien hizo de compilador, junto a un grupo de jurisconsultos encargados de recabar todas las adiciones de leyes y normas sobre el derecho civil, hasta hoy. Se entiende y reconoce el esfuerzo, pero de ahí a reemplazar el nombre de ese extraordinario intelectual, jurista, escritor y poeta, hay un abismo. Sería como si un estudioso y glosador de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha (los hay por miles) inscribiera su nombre como autor de la más excelsa novela jamás escrita; pongamos por caso, un tal Pamplino Pamplinópulos… En todo caso, no sería como el texto fantasioso de Borges, ‘Pierre Menard, autor de El Quijote’.

Desciendo a lo más pedestre: el volumen costó $31.820, algo así como US$53. ¿Cuánto habrá cobrado en su tiempo don Andrés Bello por la magna obra? ¿Alguna vez recibiría derechos de autor? En el rato que estuve en la librería Thomson Reuter (vaya nombrecito) se vendieron cinco ejemplares del famoso Código, en un lapso de diez o quince minutos. ¡Fantástico! Tentado estuve por sugerirle al vendedor estrella que vendiese mis Memorias Transeúntes, llevándose a la faltriquera el cincuenta por ciento del precio, pero hubiera sido un despropósito, porque ellos se dedican a libros especializados en derecho y no a vender ficciones o testimonios de escribas reventados. Las leyes, en su forma escrita y divulgativa, pueden también devenir en pingüe negocio editorial, mientras la literatura va “cuesta abajo en la rodada”, como bien grafica el tango. 

Pero no seamos envidiosos del éxito ajeno, sobre todo si éste procede del amplio universo de la palabra escrita, menos si nuestros propios libros duermen bajo la hojarasca aleve del olvido o la indiferencia. Yo mismo estoy en campaña para recuperar ejemplares de mis propias obras, extraviados por ahí, en librerías de viejo. Tengo dicho a mis amigos y conocidos que frecuentan la Casa del Escritor que si encuentran esos volúmenes, los adquieran (su precio de venta no superará los tres mil pesos) y me los revendan, con un margen o plusvalía razonable. Estoy dispuesto a comprar o recomprar lo que nunca pude vender bien y de manera oportuna. Marisol me pregunta cuál es el objeto de adquirir esos añejos artilugios de papel. 

Le digo que pretendo guardarlos para disfrute de mis herederos. Cómo sabe ella si adquirirán el valor y el brillo de lo póstumo excelso. Consuelo engañoso, pero consuelo al fin. Ni Cervantes supo qué destino correrían sus maravillosas obras, encomiadas con entusiasmo a los elusivos mecenas de su época y escasamente leídas. 

Un viejo amigo escritor me contaba que durante los primeros años de su exilio en París, solía visitar librerías de viejo y cuanta feria de las pulgas hubiese. A menudo omitía el almuerzo, por falta de dinero, pero se las arreglaba para comprar algunos libros. En cierta oportunidad, encontró una de las primeras ediciones de la novela histórica de Víctor Hugo, El 93, un ejemplar voluminoso, de tapas duras. La narración, como sabéis, se sitúa en el año del Terror en Francia, 1793, y describe la contienda fratricida de La Vendeé. El ocasional vendedor al parecer no entendía mucho de literatura, y luego de un breve regateo, el escriba extranjero se hizo del ejemplar por pocos francos.

Un mes más tarde, se embarcó en un viaje a Madrid, donde proferiría unas conferencias de literatura hispanoamericana. Llevó el libro consigo. Mientras lo ojeaba durante el vuelo, advirtió un desnivel en la contratapa interior, como si se hubiese escondido algo bajo el papel de la encuadernación. En la habitación del hotel madrileño procedió a retirar la cubierta del empaste. Para sorpresa suya, encontró dos amarillentas hojas de papel, plegadas. Se trataba de una carta manuscrita original, escrita de puño y letra por Víctor Hugo, dirigida a uno de sus hijos. 

De vuelta en Francia, nuestro amigo iba a recibir del Museo del Louvre el equivalente a cinco mil dólares por aquella epístola, súbita joya bibliográfica después de impensado hallazgo. 

Harold Bloom, el controvertido autor de El Canon de Occidente, sostiene la curiosa hipótesis de que Betsabé, mujer de David y madre de Salomón, habría escrito a lo menos tres de los primeros libros de la Biblia (Antiguo Testamento). El connotado crítico literario estadounidense afirma esta creencia en la especial factura narrativa de los textos, de impronta femenina, cuyos desenlaces y forma de narrar parecen obra de una corajuda mujer. La conjetura de Bloom escandaliza a los exegetas y creyentes del Libro de los Libros como obra de amanuenses anónimos, por lo general profetas, que escribían bajo la directa inspiración de Jehová, alentados por su soplo divino, especie de gran consueta o relator que les hablaba desde el más allá… Me parece fascinante la teoría de Bloom, pues si nos atenemos a la primera forma de narrar que conocemos: la transmisión oral, esta es atribuible a las féminas, contando alrededor del fuego, transmitiendo sin pausa la cultura a sus hijos y nietos, mucho antes de la invención del libro. 

Recién, a partir de los Evangelios, aparecen autores con filiación de individuos identificables: los evangelistas, con profesiones u oficios como sostén intelectual de su capacidad de escritura. Sin poner en duda –claro está– que un ente superior e inefable les dictaba las frases canónicas para una perfecta y eficaz escritura. ¿Será esto semejante a la inspiración de las musas, a la que se aferraron, sobre todo, los poetas románticos? Yo mismo he ‘soplado’ frases y oraciones a otros, sin poseer atributos de musa ni ser dilecto discípulo de Jehová… (Ya ves cómo las palabras eligen a veces cauces equívocos para plasmarse).

En las postrimerías del año 2002, el emigrante lucense José María Moure Rodríguez estaba en su lecho de moribundo. Yo solía visitarle dos o tres veces por semana. Pese a su postración y a los malestares de la cruel dolencia, se mantenía animoso, lúcido e irónico, haciendo gala de su endémico humor gallego. Me narraba su vida en Buenos Aires, a inicios de la década del 40 del pasado siglo XX. Tenía entonces 22 años; había nacido el 6 de enero de 1919. Trabajaba en la capital del Plata como estafeta y ayudante administrativo en una empresa de turismo de la que iba a ser gerente y propietario, con el andar vertiginoso del tiempo. José María Moure se interesó muy joven por los libros. Alguna vez pensó en optar por una carrera intelectual humanista, pero las circunstancias vitales le llevaron a trabajar a temprana edad, derivando hacia el comercio turístico, donde alcanzó envidiable prosperidad.

No obstante, en 1942 se las arregló para asistir a unos breves cursos didácticos de Filosofía, impartidos en Buenos Aires por su ilustrísimo tocayo José Ortega y Gasset. De aquella luminosa experiencia, José María Moure conservaba un ejemplar autografiado de Historia como Sistema, obra de Ortega y Gasset editada en Argentina, en 1940. En diciembre de 2002, sesenta años después de haber recibido aquel regalo, me contó que había extraviado el ejemplar: -“en alguno de tantos cambios de casa –dijo, o algún amigo que se lo llevó prestado, porque has de saber, Edmundo –como bien dijera tu padre–, que quien presta un libro es un huevón, pero más huevón todavía es quien lo devuelve”. Había un brillo triste en sus ojos por aquel extravío.

Días más tarde, en una de mis asiduas visitas a las librerías de viejo de Torres de Tajamar, encontré un ejemplar del libro, entre una ruma de volúmenes a mil pesos cada uno. Lo adquirí, abordé el Metro y me fui a lo de José María, pensando que se iba a poner contento. En el camino hojeé el libro… En la portadilla de los créditos, con tinta azul desvaída, pude leer: A José Moure Rodríguez, joven amigo, con el aprecio de… José Ortega y Gasset.

Mi relato pareció no convencer del todo a José Moure. Quizá lucubró que le había prestado el libro, alguna vez, a su hermano mayor Cándido, y que yo lo había adquirido de aquella biblioteca, como otros ejemplares apetecidos que se fueron conmigo, porque no es pecado hurtar libros ‘dormidos’ con el loable propósito de disfrutar su vivificante lectura. 

Otro cuento es el móvil artero de robárselos para transformar en vulgar calderilla el oro inapreciable de sus palabras.

Te juro (mejor, te prometo), fiel amigo lector, que la historia del libro de José María es cierta, tal y como la he contado aquí. Otra cosa muy distinta es el enigma que sigue ocultando para nosotros el incierto destino de los libros.