Opinión

Hemingway y el ‘Estado de Fiesta’

Hemingway y el ‘Estado de Fiesta’

(A la memoria de Poli Délano)

“Comamos y bebamos, que mañana moriremos”

Un día de mayo de 1925, Ernest Hemingway, sentado a una mesa de la Closerie de Lilas, en el bullente París, escribe uno de sus cuentos cuya inspiración fluye desde el otro lado del mar, a diez mil kilómetros de distancia, en la ribera este del lago Michigan, un rincón de pesca lacustre conocido como Horton Bay, aun cuando no es propiamente una bahía, sino una cala estrecha, flanqueada de tupidos bosques. Hay una cabaña de troncos que abre sus dos rústicas ventanas, ojos de la memoria, hacia las plateadas aguas cuya superficie agitan las truchas. Un adolescente recibe lecciones de pesca de su padre. Es Nick Adams, alter ego del escritor, quizá el mejor y más añorado de los seres que integran su contradictoria y recia personalidad. El padre –su progenitor– es médico rural de las agonizantes comunidades indias que poblaron ese inmenso “país del agua”: Michigan. Cada vez que las exigencias de su servicio hipocrático lo permiten, el doctor sale a pescar con su hijo. Le ha enseñado las artes de la “pesca menor”, que la disminución semántica del adjetivo no logra menoscabar, pues se trata de un oficio tan amoroso y arduo como escribir una buena historia. Treinta años más tarde, Hemingway reunirá los mejores relatos de aquellas experiencias en un libro singular, auténtica joya literaria, otorgándole el título de ese personaje, incipiente pescador, que ha sido él mismo: Nick Adams.

Pero entonces, cuando apenas tiene veintiséis años y engatusa el apetito de un virtual peso completo, bebiendo un magro café con leche, para repetir el antiguo hábito de los jóvenes intelectuales que persiguen el sueño creador de la Ciudad Luz, está muy lejos de imaginar sus incipientes relatos en la forma de un libro de plena y madura realización.

Hace más de una hora que trabaja el cuento, pero no logra rematarlo con un final que le satisfaga. Este será uno de sus permanentes dilemas como narrador, a diferencia de otros ilustres contemporáneos suyos, como Faulkner, Steinbeck, Dos Passos o Goyen, que suelen iniciar la escritura de sus historias con el final resuelto de antemano, cosa que hacía también su amigo y compañero de aventuras, Scott Fitzgerald, con quien acostumbrará discutir las técnicas del relato.

Este problema de cómo resolver el final de una historia inquietará al hijo de Oak Park (Illinois) toda su vida. Sin embargo, esta contradicción llegará a convertirse en uno de sus méritos, transformándose en relativa innovación estética, la del final abierto o difuso, que deja a la imaginación y sensibilidad del lector dilucidarlo a su modo, aun cuando en el universo de la literatura toda propuesta de originalidad resulte de dudosa autoría singular. Así, este final incierto tiene mucho que ver con los avatares impredecibles de la pesca, con las instancias que conforman la vieja lucha del hombre y el pez, con sus desafíos, propuestas, engaños, resoluciones y esos dos senderos que se bifurcan, en alternativas en apariencia opuestas, pero que siempre se unirán en la consunción irremediable de toda esperanza.

Una voz de familiar acento estadounidense saca al escritor de su ensimismamiento; se nublan los ojos que escrutan el lago, el bosque se difumina, mientras advierte la mesa en la que trabaja, mira el borde manchado del café que se volvió frío, antes de percatarse de la molesta interpelación.

-¿Es usted Ernest Hemingway?

Antes de responder, se detiene en el desagrado que le provoca la pronunciación de su nombre, esas dos sílabas “ern-est”, que le suenan como imprecación forzosa y poco familiar; nunca le ha gustado y pide a sus amigos que lo reduzcan a un simple “Hem”, aunque a su mujer le permite un “Tatie” cariñoso e íntimo… (¿Fue Proust quién escribió sobre los imprescindibles y necesarios motes o apodos que deben darse entre sí los amantes para resguardar el juego lúbrico de la intimidad?).

-Yo soy…

Y el hombre se presenta, diciéndole que es un escritor y que prepara unos cuentos para publicar en Harper’s Bazar y en otras posibles casas editoriales, que le conoce de vista y es también un asiduo a la casa de Gertrude Stein, que Hemingway deja de visitar, porque se ha peleado para siempre con su antigua favorecedora, la que le abrió París como una caja de pandora de impredecibles sorpresas…

Hemingway percibe el calor de una rabia sorda que trepa hasta sus mejillas. Los músculos de sus brazos se tensan, como cuando va a iniciar uno de esos pugilatos de feria para ganarse diez francos si derriba al oponente, pero esta vez se reprime, reflexionando que no vale la pena golpear al intruso, porque ya él está fuera del “país del agua” y lejos de las palabras azules que escribía, hace pocos instantes, en el cuaderno abierto sobre la mesa. El hombre le ofrece un café o un trago, si quiere; Hemingway aceptaría de buena gana ambas cosas, pero las rechaza. Contesta con monosílabos, luego con frases lacónicas, hasta que el pelmazo se retira. Pero el encanto de los recuerdos hechos historia no regresa. Habrá que aguardar por otra oportunidad, porque la memoria suele ser la más veleidosa e impredecible de las amantes.

He releído, tres o cuatro veces, París era una fiesta, el escueto diario memorioso que Hemingway comenzó a escribir a los veintidós años, para retomar aquellos apuntes dos años antes de su muerte, prevista y anunciada como remate cerrado de su gran novela existencial; aquí no hubo suspenso ni indefinición, como en el primer cuento que escribiera, el de un cazador que termina suicidándose. Un tiro de escopeta bajo la barbilla, como quien caza la última pieza aguardada –él mismo– sin que el dedo tiemble sobre el gatillo, sin que el brazo trepide ante la tensión amorosa del sedal mordido por el pez, al igual que su pescador, ávido y embriagado de vida y de muerte. Va a ocurrir en su casa de Idaho, treinta y cinco años más tarde.

 Su viuda habría de ordenar el manuscrito para entregarlo al público lector como edición póstuma y desveladora. Lo asocio, de alguna manera, a las Memorias Neoyorquinas, de Poli Délano, nuestro gran narrador chileno, admirador de Hemingway y feliz tributario de su influjo. Pues Poli planeaba publicar tres tomos de sus recuerdos vitales y literarios… No sé si estarán en manos de su hija y heredera esos valiosos manuscritos, testimonio de una larga y fructífera existencia en el mundo de las palabras…

Pareciera que es mejor escuchar las memorias bajo la ponderación de una sabia posteridad, cincuenta años después de muerto su autor, como recomendara Jorge Luis Borges a los lectores inteligentes, esos que escasean más que los propios escritores.

Sin lugar a dudas, Ernest Hemingway fue un vividor sensual, un espíritu hedonista, como bien lo demuestran su desaforada existencia y su literatura, complemento de ese vigor dionisiaco volcado en hechos vitales y en palabras conjugadas entre la voluntad de acción y el atractivo abisal, a menudo soterrado, de la muerte como desafío. Así, para muchos de sus admiradores, Muerte en la Tarde, novela dramática y trágica del toreo, es un auténtico tratado de tauromaquia, del que hablaremos en una próxima crónica...

Por ahora, para concluir este escrito, recojo las últimas palabras de Hem sobre esa ciudad que le cautivó, en la aprendió a escribir y amar:

“París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a cambio de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices”.

¡Qué mejor testimonio! Gracias Hem, gracias, Nick Adams; será hasta la próxima excursión de pesca.