Opinión

¿Un problema argentino?

Porque, de verdad, me dolió profundamente lo de “los chistes de gallegos”. ¿Los bajísimos índices de alfabetización y de cultura media que abrumaron a nuestra castigada población, unidos a los primarios instintos promovidos para su provecho por el frívolo engranaje consumista o los gobiernos demagógicos, habrán sido responsables de que los sectores menos iluminados de nuestra sociedad se hayan rebajado a solazarse en una
¿Un problema argentino?
Porque, de verdad, me dolió profundamente lo de “los chistes de gallegos”. ¿Los bajísimos índices de alfabetización y de cultura media que abrumaron a nuestra castigada población, unidos a los primarios instintos promovidos para su provecho por el frívolo engranaje consumista o los gobiernos demagógicos, habrán sido responsables de que los sectores menos iluminados de nuestra sociedad se hayan rebajado a solazarse en una befa racista y vil?
Y sin embargo, cuando la Argentina recién se estaba gestando, fue Jacobo Adrián Varela (antepasado directo de Juan Cruz Varela, y lejano de Manuel Mujica Lainez quien, me consta, se enorgullecía de ello), un heroico oficial de aquel legendario Tercio de Gallegos que, en 1806, daba su sangre para defender a Buenos Aires. Y fue en la casa de un pontevedrés, Hipólito Vieytes, donde se conspiró para engendrar nuestra libertaria Revolución de Mayo.
Así como son de origen nítidamente gallego los apellidos de sus principales protagonistas: Castelli, Monteagudo, Paso, Saavedra, Agrelo, Larrea, Darregueira –sin olvidar el de Rivadavia, nuestro primer presidente– y que se vuelven notables en los ejércitos libertadores: Balcarce, Álvarez Thomas, Blanco Encalada. Así como también son de clara estirpe gallega muchos apellidos que relumbran, tantas veces enfrentados como símbolos, en la cruz de nuestra historia: Sarmiento y Quiroga (del celta Keiruga), Paz y Dorrego.
Por todo esto, que es apenas una breve muestra, cuando escucho todavía reiterar aquí o allá (cada vez menos, es verdad) de forma estólida, entre nosotros, las patéticas alusiones peyorativas alrededor de los gallegos, por ejemplo, no lo siento por ellos, que están ahora mismo padeciendo los catastróficos efectos de las nefastas medidas neoliberales de las que supimos ahora precavernos. Lo siento más bien por este bendito país nuestro donde es casi imposible encontrar algún argentino por cuyas venas no corra al menos alguna gota lejana de sangre gallega, y que con la misma ignorante soberbia con que despreciaba antaño sus propias riquezas, su propia inteligencia, solía insistir entonces en escupir hacia el cielo vilipendiando a aquellos cuya propia sangre, cuando no directamente su propio apellido, lleva. ¿O es que acaso no es un dato real, estadístico, fehaciente, que en la Argentina se cuentan por millones los descendientes de gallegos en primera, segunda o tercera generación? Y entonces, ¿de quién nos reímos?
Porque todas las cosas, pero quizás de manera especial éstas, se dan siempre en un contexto. No es lo mismo un chiste contado de entrecasa o de paso por judíos, acaso como un antídoto incluso saludable para la autocomplacencia, que el mismo chiste difundido desde los medios estatales del Reich después de la Kristall-Nacht. No es lo mismo un buen chiste de gallegos, digamos ingenuo, espontáneo, con picardía incluso, que la desmedida explotación comercial a gran escala de las peores befas, de bajísima estofa, sin el más mínimo sentido del humor, escatológicamente irritantes cuando no hondamente perversas. Y con ilustraciones –incluidas las tapas– que, no por casualidad, recuerdan el más violento antisemitismo de la prensa nazi. Bien sé que quienes editaban y aun escribían ciertos ‘libros’ no suelen tener en su mente ningún objetivo conscientemente racista, sino apenas la caja registradora. Pero, al hacerlo, y quieran o no, se enancaban, propiciaban y acentuaban no sólo un pésimo gusto sino una actitud social decididamente racista, xenófoba, potencialmente intolerante.
Sé que hay quien me acusará de carecer de sentido del humor. Sin embargo, yo mismo difundí como editor la obra de Ambrose Bierce, junto a otros grandes maestros del sutil humor negro canonizado por André Breton, entre los cuales refulgirá siempre el Jonathan Swift de Una modesta proposición. Pero, precisamente por respeto a ese alto sentido del humor, popular y/o intelectual, me cuesta admitir que se lo confunda con los peores subproductos. ¿Cómo no voy a saber que el humor constituye no sólo una de las más altas manifestaciones del espíritu sino, inclusive, una especie de válvula de seguridad, una vía de escape para nuestra condición humana cuando la realidad se nos vuelve abrumadora e irreparable? Pero eso también se da en un contexto. Y a cierto nivel. No es lo mismo burlarse de los débiles, o de quienes creemos débiles, que asumir por ejemplo el riesgo de satirizar al poder, sobre todo cuando es despótico.
Porque el humor no tiene tan sólo una dimensión parroquial, pueblerina, de bar o sobremesa, sino que hasta puede llegar a ser índice evidente, palpable, de serios asuntos, con graves consecuencias que, por tanto, requieren análisis. Y que no pueden dejarse de lado esgrimiendo un falso silogismo: quien intenta ocuparse seriamente del humor demuestra carecer de sentido del humor. ¿Alguien se animaría a endilgarle eso a Sigmund Freud, que dedicó una de sus indagaciones, luego convertida en libro, nada menos que a El chiste y su relación con lo inconsciente?
Yo también puedo reírme de un buen cuento, incluso de gallegos, cuando su ironía o su sorna no sobrepasan cierto límite. Límites que son a la vez individuales y sociales, pero también señal de alarma, síntoma de una situación general, de una vida en comunidad. ¿Cuál es, entonces, si no, y quién decide el límite preciso que los jueces deben admitir para que exista el delito de injuria?
Insisto. No es lo mismo el chiste de gallegos espontáneo (y quien dice gallegos puede decir cualquiera de nuestros inmigrantes), surgido de un ánimo limpiamente festivo, hasta incluso zumbón, que su perversa industrialización editorial, y las consiguientes manifestaciones negativas que ello acarrea en todo nuestro cuerpo social.
Insisto. La sociedad argentina es hoy el resultado, para bien y para mal, del feliz mestizaje producido por oleadas de inmigrantes extranjeros a los cuales, por otra parte, se incitó oficialmente a venir aquí. (Decía el artículo 25 de la Constitución Nacional de 1853: “El Gobierno Federal fomentará la inmigración europea y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada al territorio argentino de los extranjeros”.) Pues bien, ¿qué opinaría el doctor Freud de los millones de descendientes de muchos de esos inmigrantes, cuando se encarnizaban burlándose en forma hiriente de sus propios ancestros? ¿No será ese sadismo, por leve que sea, más bien una fuerte manifestación de masoquismo? ¿No esconderá ese vilipendio de nuestros propios antepasados una proyección del recóndito sentimiento de inferioridad que nos afligía asumir conscientemente? Y si así fuera, ¿cuáles son sus motivos reales, cuáles sus consecuencias, cuáles sus posibles remedios?
A este nivel, los chistes de gallegos son un problema argentino. Y fue precisamente algo similar lo que respondió un periodista del ‘Toronto Star’, al ser inquirido en un momento por un colega, compatriota nuestro, acerca de la resonancia alcanzada en Canadá por el aquí zarandeado caso de la desdichada niña Daniela Wilner Oswald: “No, eso aquí no interesa. Lo que sí nos asombra es la reacción al respecto de la sociedad argentina”.