Opinión

Cocina Gallega

A propósito de uno de nuestros manjares emblemáticos, el pulpo, se dice que muchos emigrantes guardaban alguna moneda de cobre (¡y no sobraban!) para introducirla en las ollas de hierro o aluminio que encontraban en el país de acogida, atentos a que las pulpeiras siempre cocinaban en calderos de ese metal. Sin duda, el sabroso molusco está rodeado de mitos, en vida y luego de ser apresados.

A propósito de uno de nuestros manjares emblemáticos, el pulpo, se dice que muchos emigrantes guardaban alguna moneda de cobre (¡y no sobraban!) para introducirla en las ollas de hierro o aluminio que encontraban en el país de acogida, atentos a que las pulpeiras siempre cocinaban en calderos de ese metal. Sin duda, el sabroso molusco está rodeado de mitos, en vida y luego de ser apresados. En cuanto a su cocción, desde la técnica de ‘asustarlo’ introduciéndolo tres veces en el agua hirviendo (algo que la mayoría coincide en que es útil para alcanzar una cocción pareja, y tal vez evitar que la piel se desprenda), hasta poner una papa, un corcho, cebolla, etc, hay cientos de consejos supuestamente útiles. Todavía muchos libros de recetas insisten en molerlo a golpes para ablandarlo, cuando todo el pulpo que recibimos está congelado a bordo, y por ende tiernizado. Lo cierto es que una pequeña moneda de cobre no cumpliría su cometido, pero dicho metal tiene propiedades dignas de tener en cuenta. Es el cobre un distribuidor perfecto de calor (es conocido por su gran conductividad térmica desde la antigüedad), evita que los alimentos se quemen y resalta sus sabores y colores. En la olla de cobre el calor se distribuye de manera uniforme, sin puntos más calientes que otros. De esta manera los alimentos se cuecen igual en el fondo, en el medio o en los bordes del recipiente. Otra de las características del metal de cobre es que mantiene el calor por más tiempo logrando una cocción más pareja y ahorrando energía. Por otra parte, en el caso de verduras, la cocción en cobre desminuye el característico ennegrecimiento, manteniendo los colores naturales. Y al poseer propiedades bactericidas, logra preparaciones más higiénicas. Sin embargo, las leyes del mercado son inflexibles, y el hierro, luego el aluminio, y finalmente el acero inoxidable, lograron que nuestras cocinas carezcan de la calidez que solo el dorado rojizo del cobre en ollas y sartenes otorga al ambiente. Los pulpos llegaban al interior de Galicia en salazón, o secados al sol para una mejor conservación. Y si bien es cierto que no hay nada mejor que un pescado o marisco recién salido del agua, apenas con unas gotas de limón en el caso de los bivalvos o con una cocción ligera, no es menos acertado decir que el arte de la cocina consiste en respetar estos sabores naturales, esenciales, pero potenciados con el perfume de ciertas hierbas, aceites, y caldos que permitan elaboraciones exquisitas. Aquellos pulpos salados, en las manos de buenas cocineras, se convertían en manjares únicos. Las recetas llamadas tradicionales tenían en cuenta que al no disponerse de heladeras, las materias primas estaban saladas, ahumadas, escabechadas, y debían ser sabrosas a la hora de llegar a la mesa. Los cocineros se esmeraban en conseguir buenos resultados apelando a la creatividad. En Pazos y conventos se experimentaba para lograr fórmulas de alta cocina como las perdices rellenas de ostras; Picadillo sumiso a la influencia francesa, y Cunqueiro, en amoroso trabajo arqueológico para rescatar del olvido una de las cocinas más ricas de la Península, recogieron muchas de estas recetas enxebres, que algunos asustados ‘nacionalistas’ desconocieron como propias. Hasta hace poco los que pretendemos enarbolar la bandera de la auténtica cocina gallega en la diáspora, teníamos la contra de no contar con los portentosos mariscos y pescados en nuestras rías, pero en la actualidad en la misma Galicia tienen que cocinar con materias primas llegadas de aguas lejanas, incluso de nuestro cercano Atlántico Sur. Así las cosas, aquí o allí, dejamos de depender exclusivamente del producto y tenemos que abocarnos a recrear las recetas de nuestros mayores para presentar unos platos ‘a la gallega’ que realmente sorprendan y seduzcan a los paladares más exigentes. Es en ese contexto que el trabajo llevado adelante por los muchos cocineros gallegos que ejercemos en el exterior sea tenido en cuenta a la hora de hacer balance del patrimonio gastronómico. Como dijo Pepe Iglesias, de quien tomamos muchas de las ideas para esta nota: “La cocina, o mejor dicho la gastronomía, es la expresión cultural más directa, fiel y puntual del momento histórico que vive una sociedad reflejando a través de sus variaciones las vicisitudes y euforias por las que pasa un pueblo…”. Estamos frente a una nueva emigración, muchos jóvenes gallegos reinician el camino del exilio, la gastronomía reflejará sin duda esta realidad, y modificará los fogones con la rapidez propia de un mundo globalizado y saturado de información. El joven que llega a Buenos Aires, y supongamos, por ejemplo, que viene a comer a Morriña, puede, al instante hacer llegar no solo sus impresiones del plato que está comiendo, sino la imagen del mismo a sus conocidos que quedaron allí, en el ángulo superior de la Península, en el otro Finisterre (en las antípodas de nuestra cercana Tierra del Fuego).


Mejillones con salpicón-Ingredientes: 1 ½ Kg. de mejillones, 1 limón, 3 cucharadas de aceite, 1 cucharada de vinagre, 3 cucharadas del caldo de cocción, 1 cebolla muy picadita, 1 cucharada de perejil picado, 1 huevo duro picado, 1 cucharada de mayonesa, sal, pimienta.


Preparación: Limpiar y lavar los mejillones en agua con sal. Echarlos en una olla al fuego con un poco de limón y agua, y tapar. Cuando están abiertos desechar una de las valvas.  Los que permanecen cerrados tirarlos. Unir todos los ingredientes para preparar el salpicón y volcar sobre los mejillones.