Opinión

Cocina Gallega

El conocido chef Anthony Bourdain cuenta en uno de sus libros que, visitando con un ayudante el pueblo natal de éste, lo invitaron cortésmente, como un homenaje a su fama, a que matara el cerdo que luego iba a engalanar la mesa, y denegó tal honor; luego se desmayó cuando su acompañante, portugués, trató de enmendar la descortesía de su jefe y ejecutó el sacrificio con certera puñalada.

El conocido chef Anthony Bourdain cuenta en uno de sus libros que, visitando con un ayudante el pueblo natal de éste, lo invitaron cortésmente, como un homenaje a su fama, a que matara el cerdo que luego iba a engalanar la mesa, y denegó tal honor; luego se desmayó cuando su acompañante, portugués, trató de enmendar la descortesía de su jefe y ejecutó el sacrificio con certera puñalada. Sucedió que el mediático cocinero, como él bien lo describe, sólo había visto carne de cerdo en su restaurante neoyorquino, envuelta en bolsas al vacío, asépticas, prácticas, y con textos que contenían mucha información, pero no la imagen esencial: cómo había perdido la vida el animalito de Dios. El 99% de los habitantes de las grandes ciudades puede pensar que el cerdo vivo no existe, que no se revuelca en su chiquero para que su delicada piel no se quiebre, ya que se los mantiene encerrados, escondidos de la vista del futuro consumidor, quienes no asocian la sabrosa chuleta con el animal pestilente, sucio, y de incomprensible mala fama. Tampoco el que se chupa los dedos con un jugoso solomillo, o se deleita con un buen jamón. Pero muchos de nosotros sabemos que el refrán: “a cada cerdo le llega su San Martín” se origina en el hecho de que cada 11 de Noviembre, día de San Martín (de Tours), se inicia la matanza, un milenario rito rural que se mantiene desde hace siglos en Europa y especialmente en la cuenca mediterránea. Dice Pepe Iglesias, de quien tomamos algunos jugosos datos para esta nota: “… esta hipócrita sociedad no quiere reconocer que el hombre es un animal carnicero, pero antes de acudir a una manifestación antitaurina, los líderes convocantes se zampan unos escalopes de ternera al Cabrales. Volver a conocer la realidad de nuestro entorno sería una excelente terapia para muchos hijos del asfalto. Ver cómo los jamones no son otra cosa que las patas traseras de un cerdo que chillaba como un demonio (en la memoria emotiva de este cocinero se unen los sonidos agudos de los puercos sacrificados por el matarife en el pueblo cada otoño, con un cuadro renacentista representando “la matanza de los inocentes”) cuando le clavaron el cuchillo en la yugular, y que con esa sangre que manaba a borbotones, se hicieron las morcillas que usa la abuela para la fabada de los domingos. (…) La matanza ha sido durante siglos la gran fiesta popular, ya que implicaba que durante esos tres o cuatro días todos podían comer a dos carrillos cuanta carne quisieran, algo que, salvo eventos especiales, sólo ocurría una vez al año (…). Recuperado del antiguo culto satánico de Moloch, motivo por el que esta carne está prohibida en todas las religiones hebraicas, la Iglesia, renegando de las normas alimentarias respetadas por Cristo, a comienzos de la Edad Media adoptó las costumbres bárbaras de los hombres del norte, de los poderosos reyes godos, y especialmente del rey franco Clodovico, que sólo aceptaron el bautismo a cambio del permiso para seguir comiendo cerdo, base de su dieta alimentaria, y cuya prohibición es signo distintivo de musulmanes y hebreos. Desde entonces, los cristianos no sólo comemos carne de cerdo, sino que se hizo ostentación de ello para diferenciarse de los llamados infieles. Marvin Harris desarrolló una teoría según la cual es el terruño lo que determina si tal o cual animal es sagrado o maldito en función de su rentabilidad aplicada a la tribu que allí viva, bien lo demuestra la decisión papal que le permitió mantener bajo su jurisdicción la totalidad de Europa. Así las cosas, aun en el siglo XVII, un intelectual simpático y liberal como era Quevedo, aludía a esta tradición contra su pertinaz enemigo Góngora, sospechoso de ser judío converso, con estos versos: Yo te untare mis obras con tocino/ porque no me las muerdas, Gongorilla/ perro de los ingenios de Castilla/ docto en pullas, cual mozo de camino”. En el Quijote hay referencias similares, de donde se plantea una paradoja tragicómica: la mayor virtud de los llamados “cristianos viejos” sería incurrir en pecado de gula al atiborrarse de tocinos, chorizos, jamones y orejas de cerdo para demostrar su condición religiosa. En las antípodas de los anacoretas que poblaron las cuevas de los cañones del Sil, en la llamada Ribeira Sacra, hombres de la saga de San Macario, que habiendo recibido en pleno ayuno un racimo de uvas, lo pasa a un compañero, éste a otro, y así hasta recorrer las manos de todos sus hermanos, y finalmente volver a sus manos para quedar sin comer, por parecerles a todos un exceso comer aunque fuera una uva. Y hablando de hipocresía, mientras vamos a la cocina, pensamos en los discursos ambivalentes de los políticos que instan a los emigrantes a votar, cuando fueron ellos mismos los que pusieron trabas para ejercer el derecho natural de todo ciudadano. Ojalá todo el colectivo de españoles en el exterior pueda dar una lección votando masivamente. Amén.


Costillas de cerdo a la paisana-Ingredientes: 6 costillas de cerdo, 500 grs. de arvejas, 500 grs. de papas, 1 zanahoria, 1 hoja de laurel, 1 rama de perejil, aceite, ½ litro de caldo de carne, sal, pimienta.


Preparación: Sacar los huesos de las costillas (reservar para el caldo de carne), cortar la carne en trozos, Salpimentar. Poner un poco de aceite en una sartén, sellar la carne. Colocar la carne en una cazuela, y verter sobre ella parte de la grasa de la fritura. Llevar al fuego, Pelar las papas y cortarlas en cubos. Pelar y cortar la zanahoria en rodajas. Incorporar las papas y la zanahoria a la cazuela, rehogar un poco y cubrir con el caldo caliente. Añadir la hoja de laurel, y la rama de perejil, y dejar cocer a fuego lento. A los 15 minutos agregar las arvejas. Rectificar sal. Aparte, machacar en el mortero el ajo y el perejil. Poner 2 cucharadas de caldo, revolver y añadir al guiso. Dejar cocer 5 minutos y servir caliente.