Opinión

Cocina Gallega

Si bien desde la década del 60 del siglo pasado, hay una escuela historiográfica que pone el ojo en los hechos cotidianos, mete las narices en las mesas del pueblo, y trata de entender los miedos del soldado anónimo y la mujer sin nombre que padeció los horrores de la guerra, a la hora de las medallas ponen el pecho los generales o los hombres de negocios, los mariscales del poder.

Si bien desde la década del 60 del siglo pasado, hay una escuela historiográfica que pone el ojo en los hechos cotidianos, mete las narices en las mesas del pueblo, y trata de entender los miedos del soldado anónimo y la mujer sin nombre que padeció los horrores de la guerra, a la hora de las medallas ponen el pecho los generales o los hombres de negocios, los mariscales del poder. La crisis mundial que nos aqueja especialmente a los hombres y mujeres de a pie fue provocada, sin embargo, por los condecorados, los elegidos por la fortuna, y a nadie, por lo visto, se le ocurre castigarlos por su torpeza. Al contrario, se aprieta el cinturón raído de los desposeídos de siempre para ver si una nueva gota de sudor ayuda a mantener el yate a flote. Llueven plaquetas de reconocimiento y más medallas de oro sobre los que demostraron astucia para acumular dinero, nadie pregunta cómo se ha logrado porque lo que vale es el fin, no los medios. En gastronomía solemos dar como ejemplo de sibarita y hablamos con admiración de Luculo, el romano. Los poetas contemporáneos, huéspedes habituales de sus fantásticos banquetes se encargaron de ensalzar su exquisito paladar, y sus artes de gran anfitrión. A nadie le interesó demasiado que su fortuna fuera producto de saqueos y robos descarados durante su campaña en el Cercano Oriente llevando el estandarte de Roma como carta de legalidad. Tampoco es importante que el personal de sus fastuosas cocinas fuera mano de obra esclava, lo destacable es que su ostentación quedó resumida en su famosa frase “hoy Luculo cena en casa de Luculo”, lejos del sentido poético y humano del “me canto y me celebro a mi mismo” del viejo Walt Whitman nacido siglos después en otro imperio, pero al norte del río Grande, allende los mares de la vieja Europa. Los Dieste, Varela, Seoane, Castelao, Picallo, Cuadrado, no fueron modelo de prósperos comerciantes, pero vivieron en una época en que la inteligencia, el poder de la creación artística era tenido en cuenta y apoyado por algunos poderosos con vocación de mecenas. Ellos, y muchos otros artistas dieron voz al pueblo gallego emigrante. Con sus nombres se da brillo a los discursos que no dejan de mencionar lo importante que fue la emigración, la labor de los emigrantes, para mantener viva nuestra cultura y construir la Galicia moderna de la que formamos parte por derecho propio. Sin embargo, todavía muchos (¿herencia genética de antiguos caciques?) se dirigen a nosotros con aires paternalistas, con displicencia de señores feudales que se dignan visitar a los vasallos de sus posesiones más alejadas. Y sin embargo hace menos de cuatro décadas nuestra Galicia seguía inmersa en el manto del silencio, y la pobreza era paliada en cierta forma con las remesas que llegaban desde los dorados valles de la Diáspora europea o americana. El humilde trabajo del animal que hacía girar la noria tenía un fin y un objetivo, era necesario. Como era el del buey que arrastraba el arado.
También el del ser anónimo que siembra su semilla heredada en tierras lejanas. Pienso por ejemplo en Antonio José Francisco Rey. Lo conocí por intermedio de outro fillo de galegos: Rubén Servia. Y tengo en mis manos un libro de su autoría, con un título contundente, definitorio: “Son Galego”. Son que remite al ser, a la esencia de la identidad, y al sonido, a la música de nuestra Galicia. Antonio es un gallego de Buenos Aires, como lo es Rodolfo Alonso, poeta, editor, traductor, promotor incansable de nuestra cultura. En la contratapa del libro se ve al autor sentado a la puerta de una de nuestras típicas casas de piedra, orgulloso, sonriendo a la cámara con la serenidad y alegría del que respira el aire de su tierra de origen. Podría estar delante del Obelisco porteño y sería la misma imagen: como nieto de emigrantes conviven en su co-razón (no es error gramatical) Buenos Aires y Galicia para darle identidad. La amiga Carmen Graña Barreiro, en el prólogo del libro escribe: “Cal páxaro errante lonxe do seu niño, tal e o home errante lonxe do seu lugar natal”. Este e un proverbio que eu sinto meu, dada a miña condición de pobladora da Galicia Exterior. ¿Mais podería aplicarse o mesmo proverbio a alguén que tendo nacido nunha determinada terra está forte e inevitablemente vencellado a outra que está a milleiros de quilómetros de distancia, e que case non coñece de modo directo? Pode, indubitablemente que pode, ainda que isto o comprendin tan so uns meses atrás, cando coñocín a Antonio José Francisco Rey…”. Claro que puede, y eso, la existencia de tantos miles de hijos y nietos de gallegos diseminados por el mundo, gallegos por amor y vocación, es un patrimonio extraordinario que la miopía de la mayoría de los dirigentes pone en peligro de extinción. Los dejo con “as derradeiras verbas” con que remata su libro Antonio: “…na medida que os novos teñan a posibilidade de coñece-la nosa historia, Galicia vivirá nos seus fillos ao longo dos séculos…”.


Budín de vainilla y canela-Ingredientes: 4 huevos, 450 grs. de azúcar, 1 taza de crema, 1 taza de leche, 2 cucharadas de manteca derretida, pizca de sal, 2 cucharaditas de esencia de vainilla, 1 cucharadita de canela, 4 cucharadas de harina.


Preparación: Batir bien los huevos, añadir poco a poco el resto de los ingredientes. Poner la mezcla en un molde rectangular y llevar ahorno 160° unos 45 minutos. Dejar enfriar y desmoldar.