Opinión

Cocina Gallega

Por alguna razón, la alimentación y la categorización social han estado siempre ligadas.

Por alguna razón, la alimentación y la categorización social han estado siempre ligadas. Desde las más primitivas civilizaciones, que reservaban ciertos manjares y los mejores cortes de la presa de caza para los jefes o sacerdotes, hasta la costumbre de los romanos de castigar a un soldado que se había acobardado en combate, obligándolos a comer, en lugar del trigo tradicional, cebada, para que sus compañeros observaran a los que tenían que tomar la comida de la vergüenza. En 1840, muchos irlandeses se negaban a entrar a los conventos y recibir la sopa de caridad por una cuestión de orgullo. Los famélicos ingleses no comían pan negro porque lo comían habitualmente los aborrecidos franceses, y se negaban a comer las nutritivas gachas de avena porque era la dieta habitual de los escoceses. Ajenos a la depresión que se avecinaba, y al hambre del pueblo, los monarcas españoles siguieron entre 1547 y 1800, los rígidos postulados de la etiqueta borgoñona. Claro que mientras respetaban las reglas para mantenerlas inalterable durante siglos, solían ignorarlas practicando formas alternativas cuando así les venía en gana, comiendo “retirados” (fórmula destinada a los monarcas que estando indispuestos no podían cumplir sus obligaciones públicas). Por ejemplo, Felipe V y Carlos V comían diariamente con sus esposas, Isabel de Farnesio y María Luisa de Parma, y para hacerlo debían “faltar con aviso” a la obligada comida en público que requería el estilo borgoñón. Ya Felipe II a finales de su reinado había restringido sus comidas públicas, y Felipe IV, a pesar de su entusiasmo por las reglas de “decencia y respeto” que marcaba el protocolo, cenaba públicamente solamente una vez a la semana. Carlos III, famoso por su autodisciplina y regularidad de hábitos, fue uno de los pocos reyes que diariamente comía en público, pero incluso él lo hacía solamente al mediodía, solo, y en una tarima elevada. En aquellas ocasiones especiales en que el monarca compartía su mesa formalmente con otros, la etiqueta aseguraba que su única y superior condición quedara bien diferenciada, en el tipo de comida y en los modos en que se le servía. Había solamente tres ocasiones especiales en que el rey compartía públicamente su comida: en la boda de una dama de la casa de la reina, con los caballeros del Toison de Oro, para conmemorar su capítulo anual del día de San Andrés, y con el conde de Ribadeo (¡un lucense en la corte!), quien disfrutaba del antiguo privilegio de comer una vez al año en la mesa pública del monarca. Durante estos eventos, el monarca se sentaba en una silla alta, sobre una tarima y cubierto por un toldo, mientras sus súbditos lo hacían en bancos comunes; sus platos le eran servidos por oficiales de alto rango, y de manera diferente: solo su plato se traía cubierto directamente desde la cocina por caballeros con la cabeza descubierta, y solo su comida y bebida eran catados de antemano para prevenir envenenamientos. De esta manera, cuesta entender que el conde de Ribadeo soñara todo el año con sentarse a comer públicamente con el rey, ya que el trato que recibía era más para degradarlo que para distinguirlo. Su privilegio era compartir la mesa real (lo que solo le era permitido a la reina y a una dama de honor casada), pero la manera en que era servido para marcar las diferencias era nítidamente ofensiva. Claro que luego tenía un año entero para relatar una y otra vez a sus paisanos gallegos, su comida con el rey. Lejos de estos triviales comportamientos que llevaron a España a la bancarrota después de ser la potencia más poderosa del mundo, la comida sí era una obsesión para el pueblo llano, ya que lo poco que tenían lo gastaban en subsistir en una sociedad en la que los productos básicos para la alimentación, como la carne, el aceite, y el vino, soportaban tantos impuestos que sus precios resultaban prohibitivos. Cuando contemplamos obras de arte maravillosas, a veces encandilados por el genio del artista, no vemos la realidad que intentan mostrarnos con absoluta crudeza. Por ejemplo, en el cuadro de Murillo ‘San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres’, más allá del magistral tratamiento de luces y sombras, podemos detenernos en los rostros de los pobres, que transmiten la angustia y el dolor del hambre extremo rodeando la piadosa postura del santo dando gracias por los alimentos. ‘La vieja friendo huevos’, de Velázquez, muestra con realismo la módica comida del pueblo. Murillo en su serie de niños pobres, imágenes popularizadas en el siglo XX por las reproducciones económicas infaltables en todas las casas, nos permite comprender la extrema necesidad de esos niños, que ya sea como pícaros en las cocinas señoriales, o ladronzuelos en la vía publica, logran sobrevivir con ingenio y descaro a una segura muerte por desnutrición en la otrora rica villa de Madrid. Es muy claro en ‘Dos niños comiendo frutas’ y ‘Niños comiendo pastel’ que los alimentos que ingieren con avidez provienen de alguna cocina importante, ya que como mucho podrían disponer de un mendrugo de pan y un vaso de agua turbia. La historia nos da lecciones que preferimos olvidar: el que guarda siempre tiene.


Ingredientes-Torrejas de arroz: 2 tazas de arroz cocido el día anterior, 2 huevos, 1 tomate maduro, 1 cebolla, 1 cucharadita de pimienta, 1 cucharadita de perejil picado, sal, harina, aceite, agua c/n.


Preparación: En un bol colocar el tomate y la cebolla bien picados, la pimienta, el perejil, la sal, la harina, revolver bien e incorporar los huevos, mezclar. Echar el arroz y unir hasta obtener una pasta, si es necesario añadir un poco de agua. Poner en una sartén el aceite y calentar. Formar las torrejas con una cuchara sopera para que salgan iguales, poner en el aceite y presionar con la cuchara para aplastarlas un poco y favorecer la cocción, darlas vuelta para que doren de los dos lados y poner sobre papel absorbente.