Opinión

Cocina Gallega

Ya es sabido que Leonardo da Vinci soñaba con ser reconocido como cocinero, antes que como artista, y buena parte de su vida estuvo relacionada con las ollas. Cuentan que después de muchas vicisitudes, entre 1500 y 1516 deambula de Corte en Corte sin terminar ningún encargo, pero realiza una maratónica gira gastronomica por Venecia con su íntimo amigo Luca Pacioli.

Ya es sabido que Leonardo da Vinci soñaba con ser reconocido como cocinero, antes que como artista, y buena parte de su vida estuvo relacionada con las ollas. Cuentan que después de muchas vicisitudes, entre 1500 y 1516 deambula de Corte en Corte sin terminar ningún encargo, pero realiza una maratónica gira gastronomica por Venecia con su íntimo amigo Luca Pacioli. Finalmente, regresa a Milán, ya en manos del rey de Francia, Luis XII, y se pone a sus órdenes. En los tiempos libres había terminado su inmortal Gioconda. Es en esa época, cuando todavía las pastas supuestamente traídas por Marco Polo de China (los catalanes insisten en que los fideos les llegaron a ellos primero que a los italianos de la mano de los árabes) solo se usaban para decorar las mesas, y en Nápoles triunfaba una pasta espesa parecida a la actual lasagna, que Leonardo con su incansable inventiva altera la forma original, convirtiéndola en delgados hilos que hervidos constituyen los que el artista denomina “spago mangiabile” (o cuerda comestible). Los recién nacidos spaghetti no tienen éxito entre los contemporáneos del artista, que siguen prefiriendo enormes trozos de carne asada o estofada, pero llaman la atención de Francisco, sucesor de Luis XII, que se aficiona a ellos y a su creador, al punto de pagarle una buena renta anual y facilitarle una amplia casa solariega. Pero, pese a sus intentos, no logra que Leonardo le revele el secreto de su máquina de fabricar spaghetti. El artista accede a regalarle a Francisco su Gioconda, y su San Juan, pero se lleva el secreto de su creación culinaria a la tumba, cuando fallece en 1519. En general, la población medieval era testaruda y pragmática. Alfonso X era tan meticuloso que tenía reglamentado cada acto, por nimio que fuera, en la Corte y en el reino: un decreto suyo habría dado origen a las tan populares tapas, al reglamentar que se debía acompañar las jarras de vino con algo comestible en todas las tabernas y figones. El rey Enrique VII corregía de su puño y letra las cuentas de la Casa Real, y solía tomar decisiones sin consultar a sus asesores; pero se le consideraba astuto, negociante y prudente. Tal vez demasiado prudente, ya que rechazó la que pudo ser su inversión más redituable al negarle ayuda financiera a un humilde marino llamado Colón que recorría las Cortes europeas mendigando unos pesos para explorar una nueva ruta hacia los países productores de especias. Un tema que tenía de la cabeza a cocineros, reyes y comensales desde que los turcos vencieran a los sarracenos y decidieron derrotar por la vía de la economía a los cristianos, encareciendo hasta límites insospechados las tasas a las especias que debían pasar inevitablemente por su territorio. Desde su salida de Alepo, en el Mediterráneo oriental, el precio era un 800% mayor que el original que se pagaba a los productores en India. Paradójicamente, cuanto más se encarecían más se incrementaba su demanda. Un poema muy popular en la época decía que cuando Doña Gula iba camino a la iglesia para oír misa, confesar sus excesos y prometer no pecar más vía oral, pasó por delante de la casa de Betty, la tabernera, que la saludo y le dijo: Gula, tengo una buena cerveza, ¿no quieres entrar? Doña Gula dudó un instante, pero contestó: Muchas gracias, Betty, voy a la iglesia, pero, díme, ¿tienes también alguna especia picante? Cuando la tabernera le recitó el inventario de su despensa (pimientas, semillas de peonía y de hinojo, ajos, clavos), la Gula decidió entrar, aceptar la cerveza, y olvidar por el momento iglesia y confesión. El poema refleja sin duda la importancia que tenían las especias en al vida cotidiana. Precisamente, debido a las rígidas reglas de abstinencia de la iglesia que obligaba a comer pescado muchos días en el año, y al descubrimiento en 1497 por parte de John Cabot de Terranova, Nueva Escocia,  y sus enormes caladeros para pescar bacalao en cantidad mucho mayor que en Noruega e Islandia, éste se convirtió en plato popular y económico. Pero era tan seco, duro e insípido, que luego de dejarlo en remojo uno o dos días, era necesario añadirle salsas en base a jengibre, clavo y cardamomo, canela, nuez moscada, y pimienta, todas especias que provenían del lejano Oriente. El deseo de encontrar otra ruta a las Indias (como se denominaba genéricamente a la India, China, Japón, islas del Indico y Pacifico), hizo que finalmente los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, envalentados por la expulsión de los árabes de la Península Ibérica, confiarán en Colón, y nosotros podamos estar elucubrando historias desde esta ciudad enorme a orillas del otrora Mar Dulce. Extrañando, ya no las especias, pero si unos buenos percebes, o las incomparables nécoras de nuestras rías. Intentamos, con lo que hay a mano, recrear nuestros manjares mas enxebres.


Ingredientes-costillas de cerdo con puré de castañas: 8 costillas de cerdo, ½ litro de caldo de carne, 4 cucharadas de aceite, sal, pimienta, 4 hojas de laurel, 2 ramitas de tomillo fresco, 300 grs. de castañas, 5grs de manteca, 50 cc de crema, hinojo.


Preparación: Mezclar el aceite con la sal, el laurel, el romillo y la pimienta. Con este adobo untar las costillas y dejar marinar unas horas. Llevar a horno caliente colocando las costillas en la parrilla sobre la bandeja, en ésta echar el caldo para que se mezcle con el jugo de cocción; rociar de vez en cuando con esta salsa. Aparte, hervir las castañas peladas en abundante agua y un trozo de hinojo. Escurrir, pasar por un tamiz y poner en una sartén con la manteca, la crema y dejar reducir revolviendo para que se mezclen los ingredientes. Servir las costillas guarneciendo con el puré de castañas, y salsear con la salsa obtenida en la cocción.