Opinión

Cocina Gallega

La semana pasada hablábamos de potajes, ollas y cocidos. Y, sin duda, uno de los platos donde se pone a prueba la paciencia y el amor del cocinero, es el caldo, la sopa. Para los antiguos celtas representaba la regeneración y eternidad, muchos de nosotros recordamos la infaltable sopera que, aun vacía, reinaba en el centro de la mesa del comedor.
La semana pasada hablábamos de potajes, ollas y cocidos. Y, sin duda, uno de los platos donde se pone a prueba la paciencia y el amor del cocinero, es el caldo, la sopa. Para los antiguos celtas representaba la regeneración y eternidad, muchos de nosotros recordamos la infaltable sopera que, aun vacía, reinaba en el centro de la mesa del comedor. Los viajeros solían llevar calderos de hierro o cobre para elaborar caldos allí donde los sorprendiera la noche o el hambre. Las intendencias de los ejércitos tenían la responsabilidad de transportar enormes recipientes, animales en pie, numerosos cocineros y ayudantes, y saqueadores de huertas y viñedos. No es de sorprender que un genio como Leonardo Da Vinci, ejerciendo como encargado de Fortificaciones y Banquetes de Ludovico el Moro, se ocupara del tema. En sus apuntes de cocina reunidos en el llamado ‘Códice Romanoff’ describe un método para fabricar sopa en pastillas de un modo un tanto hilarante: “El método de los priores de San Ángelo, que toman pastillas en Cuaresma, y las emplean también para restaurar las fuerzas de sus compañeros, es como sigue: Reducir tres vacas a su esencia, lo cual hacen cociéndolas y luego poniendo las carnes que quedan en el puchero tras pasarlas por sus prensas y rodillos hasta que obtienen una sustancia sólida que no pesa mas de 400 escrúpulos (340 gramos). Esto lo colocan luego en un pequeño caldero que contiene 6 (de la medida que hablan ellos) etti (0,5 kgs) de fino azúcar siciliano (de caña) hecho por su boticario. Y luego hierven esto junto hasta que espesa, se reduce de tamaño y se transforma en esencia. A continuación llevan el caldero al lugar más alto del priorato, y con una cuchara de madera lo arrojan gota a gota sobre una plancha de mármol colocada en el suelo bajo ellos, y allí se forman las pastillas. Y me han dicho que en una de esas pastillas hay sustancias nutritivas en cantidad suficiente para que una persona pueda sobrevivir tres días sin tomar ningún otro alimento sino únicamente agua. Estoy pensando en la soldadesca de mi señor Ludovico y en el beneficio que podrían obtener con esto, ya que no habría que cargar con vacas y cerdos en su comitiva cuando fueran en marcha a la guerra…”. El genial Leonardo nunca pudo fabricar las pastillas para el señor de Sforza, pero de haberlo hecho tal vez sus rudos soldados no se lo hubieran agradecido. En 1680 un tal Martín sugirió un procedimiento para fabricar unos polvos de carne desecada, pero todo quedó en el plano de la experimentación en laboratorio. Recién en 1779 se intentó llevar a la práctica sus ideas, y fabricaron un caldo disecado para alimentar a los integrantes del ejercito francés; el fracaso fue total, y casi provoca una rebelión de las tropas que vieron en el intento un insulto a su dignidad militar, y la creencia de que querían matarlos de hambre. Ya en el siglo XIX, Martín Lignac produjo las tabletas d´Ozy que tampoco fueron bien recibidas, y en 1804 Francois Annert y Grimond de la Reiniere experimentaron con éxito en la conservación de los alimentos. En la misma época, pero en el Río de la Plata, Santiago de Liniers y su hermano intentaron fabricar caldos en pastillas pero fracasaron con el negocio. Sólo en 1852 se produce un gran avance, cuando el químico Justus von Liebig, tratando de ayudar a una amiga de la familia que sufría anemia aguda, estudio la posibilidad de fabricar un caldo de carne económico, de elaboración rápida y sencilla. Estos caldos fueron finalmente comercializados por los suizos Maggi y Knorr. Maggi, el pionero, era un molinero que tuvo la idea de cocer harina de arvejas para conservarla y diluirla posteriormente en agua consiguiendo un potaje parecido a las gachas habituales en la dieta diaria del pueblo en la Edad Media. Pero sin duda sigue siendo ideal elaborar los caldos y sopas de la manera tradicional, hay que darse el tiempo necesario para disfrutar y compartir el aroma incomparable de un caldo recién sacado del fuego; no hay escena más entrañable que la familia reunida alrededor de un buen caldo humeante. Nuestro Álvaro Cunqueiro nos ilustraba escribiendo “los caldos más propios de los gallegos son los de coles, que llamamos berzas, y de grelos; es decir, en lo que toca estos últimos, de nabizas, de Simóns, y de grelos, que es todo la misma verdura, la del nabo. Nabiza la primera verdura, Simons cuando ya las hojas van creciendo, y grelos cuando la verdura llega al final de su ciclo, y comienza a grelar, es decir florecer y echar semillas. (…) Un buen caldo debe ser abundante en verduras. Una criada nuestra alababa el caldo que nos hacía exclamando: ¡este caldo parece ensalada!”. Y del libro ‘Cocina gallega’ del escritor de Mondoñedo extraemos esta receta con mucha verdura.

Ingredientes-Potaje mareado: 250 gramos de garbanzos, 250 gramos de habas verdes, 250 gramos de calabazas, 250 gramoss de berenjenas, 250 gramoss de papas, 1 cucharada de pimentón, 1 cebolla, 1 tomate, 2 dientes de ajo, aceite, sal.

Preparación: Poner los garbanzos a remojo y luego cocerlos. Pelar las papas y cortarlas en cuadraditos. Hacerle lo mismo a las berenjenas y la calabaza. Limpiar las habas y partirlas. Poner a freír aceite con la cebolla y el ajo picados y la pulpa del tomate: rehogar las verduras. Cuando estén fritas echarlas en la olla de los garbanzos y en el aceite del rehogado poner una cucharadita de pimentón, darle una vuelta y verterlo en la cazuela del potaje dejando cocer a fuego lento 30 minutos, hasta que forme salsa.