Opinión

Cocina Gallega

Según el francés Brillat-Savarin, anfitrión es aquel que nos recibe en su casa, nos da de comer, y se encarga de hacernos sentir bien mientras estamos bajo su techo.
Según el francés Brillat-Savarin, anfitrión es aquel que nos recibe en su casa, nos da de comer, y se encarga de hacernos sentir bien mientras estamos bajo su techo. En cuanto al origen del término, en la mitología griega Anfitrión, hijo de Alceo (Según las malas lenguas algo tendría que ver Zeus, el insaciable) y de Hipponoma, y nieto de Perseo, estaba casado con la bellísima Almecna, tan bella era que el dios supremo también se enamoró de ella, y aprovechando la ausencia de Anfitrión, a la sazón general tebano que pasaba más tiempo en el campo de batalla que en el lecho nupcial, tomó su apariencia aprovechando sus poderes divinos y se acostó con la esposa aburrida. De este episodio mítico, Plauto escribió una comedia en el año 214 a.d.C., y Moliere, en 1668, retoma el tema y estrena su obra en París. En la escena final, todos los personajes se reúnen en un banquete, y Sosias, servidor de Anfitrión, exclama de cara al público: “El verdadero Anfitrión, es el Anfitrión en casa del cual se cena”. La frase tuvo gran éxito, y se comenzó a usar el nombre propio como nombre común en el sentido que le damos hoy, tanto en castellano como en otras lenguas. Los gallegos, y especialmente los que nos dedicamos a la restauración pública, sabemos la importancia de comportarnos como buenos anfitriones. Petronio, en su Satyricón, relata los desatinos a que puede llegar un anfitrión extravagante. Es conocida la trágica historia de Vatel, el cocinero que se suicidó con su propia espada porque unos rodaballos, y otros pescados frescos, no llegaron a tiempo a cierto banquete real. Y hablando de rodaballos, se cuenta que el cardenal Fesch, tío segundo de Napoleón y famoso por su apetito, compró a un alto precio dos rodaballos de un tamaño nunca visto. Los compró a los dos para que nadie pudiera ofrecer semejante pieza a sus invitados, y quedar el como el perfecto anfitrión. En secreto, habló con su cocinero y éste le prometió que ambos pescados recibirían los honores correspondientes. El prelado, orgulloso de su cocina, no podía reprimir el placer que le aguardaba. Cuando llegaron sus invitados, en los tonos más elevados alabó la delicadeza de la carne resaltando su blancura, y pidió con insistencia que cada uno reservara un lugar adecuado en su estómago para tan exquisito manjar. Mientras se acercaba el momento decisivo, todos miraban expectantes la puerta por donde debía ingresar el plato prometido. De pronto, como movida por la mano de un hada, ésta se abrió y dos robustos lacayos entraron con gran dificultad, sobre una larga tabla, ya que no había fuentes de ese tamaño, un gran rodaballo entero y artísticamente presentado. Se oyeron al punto exclamaciones de admiración por el prodigio de la naturaleza y la destreza del cocinero, y numerosas alabanzas al dueño de casa que pronto quedaron cortadas por la más sorprendente desilusión. Uno de los lacayos dio un traspiés y el humeante y anhelado pescado cayó al suelo y sobre él los dos criados de tal modo que no había modo de comerlo. El silencio que paralizó a todos fue pronto interrumpido por la voz severa del mayordomo que ordenó en voz alta y firme: Traed otro inmediatamente. Y ante el asombro de todos apareció el otro ejemplar, aún más hermoso y grande. De esta manera poco cristiana (es pecado tirar la comida decían nuestras abuelas) el cardenal glotón quedó como un rey de los anfitriones, ingenioso y generoso, ante sus invitados. Claro que la misma historia, con matices, se atribuye a otros personajes, y otras épocas. La antítesis del sibarita sería el escritor Borges, de quien decía Estela Canto, con quien mantuvo una relación efímera y más o menos platónica: en nuestros encuentros Borges comía invariablemente sopa de arroz, un trozo de carne muy cocida, queso y dulce de membrillo. Una dieta monótona y sin duda poco romántica, y lejos de los platillos que incitan a la lubricidad aconsejada por el inefable marqués de Sade. Claro que el mismo Borges, al preguntarle los motivos que lo llevaron a separarse, a los 68 años, de su primera esposa luego de brevísimo y no consumado matrimonio, recurre a la comida para explicar la situación de ruptura: “Me sirvió de cena, al mismo tiempo, una ensalada y café con leche…”. Entendí que no me quería, concluyó el escritor. Seguramente la buena señora no tenía buena predisposición para la cocina, porque siempre una buena ensalada puede abrir el apetito de los más reticentes, y no es moda actual tan proclive a las dietas. Hace trescientos años un tal Salvador Massonio escribió un libro de 480 páginas dividido en 68 capítulos titulado Archidipno o la ensalada y su uso (el término archidipno deriva del griego dipnos, la comida principal en la época clásica, que se tomaba antes de ponerse el sol). Esto demuestra que la ensalada en la antigüedad ya ocupaba un lugar importante, ya que servía al principio y permanecía al alcance de los comensales mientras duraba la comida. El escritor y cocinero alemán Schraenli asegura que para preparar una buena ensalada se requieren por lo menos 6 personas. Un estoico para limpiar los vegetales y elegirlos, un filósofo para sazonarla, un avaro para echar el vinagre, un derrochador para verter el aceite, un loco para mezclar todo bien, y un buen gourmet para vigilar todas las operaciones y dar su aprobación. La ensalada que recuerdo con más cariño es una sumarísima de papas, perejil picado, y aceite. Para ser un buen anfitrión lo más importante es la vocación de hacer feliz al semejante, aunque sólo tengas un par de papas para llevar a la mesa.

Ingredientes-Tortilla francesa de sardinas: 8 sardinas, 6 huevos, 2 dientes de ajo, perejil picado, pimentón, sal, pimienta, aceite de oliva.
Preparación: Quitar las cabezas, las espinas y las vísceras de las sardinas. Separar los lomos y lavarlos bien. Salar y reservar. Separar las claras de las yemas y batir a punto de nieve. Batir las yemas en un bol con una pizca de sal y unirle las claras. Picar los ajos, calentar un poco de aceite en la sartén y dorarlos. Incorporar una pizca de pimentón, dar unas vueltas fuera del fuego, incorporar los huevos, el perejil picado, y las sardinas bien distribuidas. Dejar hasta que cuaje a fuego lento. Dar vuelta y servir.