Opinión

Tratado de la eterna juventud

Tratado de la eterna juventud

 (Editado por Los Papeles del Sitio; Herederos de Franz J. Kersting; 2019)

Un curioso y bello libro de atildada y leve prosa, a través de cuyo discurso nos sentimos avanzar con una extraña sensación de nostálgica serenidad, acaso fuera de época en un mundo como el de la circunstancia contemporánea, eso que llamamos ‘posmodernidad’, fluir atormentado y contradictorio de la vida social, opuesto quizá al impulso y voluntad del autor por recuperar, de manera reflexiva y ataráxica, las instancias, amorosas, estéticas y espirituales, de su pasado, circunscrito a la trilogía: tiempo, lugar, ser amado.

El narrador y protagonista de esta especie de diario es un viejo profesor de la academia –alemán, si lo deducimos de su nombre–, Franz J. Kersting, puesto que carecemos de datos biográficos y otras señas de identidad u origen, según expresa el prologuista, Francisco J. Soler Gil, Doctor en Filosofía por la Universidad de Bremen, quien ha recibido un manuscrito anónimo y la encomienda de editarlo, de parte de un grupo de amigos íntimos del misterioso autor, bajo apócrifa autoría.

Partimos pues, de simples conjeturas: el autor fue estudiante en Granada, académico en Sevilla, “lector obsesivo, montañero y fumador, aunque no de cigarrillos”, según se nos informa en la solapa del libro, de pulcra edición, que nos sugiere esas colecciones de ensayos académicos o tesis de grado que se transforman en públicas ediciones. Este tipo de presunciones lleva implícito el prurito de la sospecha y la tentación de la infidencia, debido a que el hallazgo o habilitación de un manuscrito suele ser un viejo recurso para ocultar autorías e intenciones, muchas veces utilizado para evadir censuras o despistar a los lectores menos avisados. Recordemos al mismísimo Miguel de Cervantes y Saavedra, cuando encuentra, en el mercado de Toledo, por mano de unos mozuelos mozárabes, el manuscrito atribuido a Cide Hamete Benengeli, con cuyo texto va a completar la primera parte de la monumental escritura de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Mucho más tarde, investigaciones filológicas determinarán que el nombre de ese coautor moro es un anagrama de Miguel de Cervantes y Saavedra, construido, como es usual en el tópico, sobre la base de las letras de su propia nominación de identidad.

Tentado se ve este cronista de acudir a parecida deducción nominativa: Franz J. (Kersting) por Francisco José (Soler Gil), pero no se atreve a afirmarlo taxativamente, y aguardará la oportunidad de preguntárselo al prologuista, buen amigo epistolar, desde hace una década, ambos compartiendo inquietudes filosóficas y el amor por las palabras en el ámbito de la poesía y la literatura... Y no solo debido a coincidencias alfabéticas, sino a similitudes biográficas, anímicas y profesionales entre la vida narrada por el autor académico y la existencia del presentador, amén del evidente parecido estilístico y propositivo de ambos… Lucubraciones que dejaremos, por ahora, para entrar en el meollo de la obra.

“He vuelto a Granada –escribe el autor– veinticinco años después”. Es la saudade del regreso del viejo profesor a un lugar que la memoria guarda y atesora como el sitio donde confluyen dos amores perdidos –según iremos apreciando a lo largo de la lectura–: la primera mujer amada y la ciudad que se amó en su compañía. Y es que cabe enamorarnos, tanto de una persona como de un sitio o paisaje; ambos, la persona y el lugar, nos han elegido, en esa enigmática y sorprendente opción cuyas causas finales parecieran escapar a todo raciocinio lógico.

El recorrido, memorioso y afectivo, comienza por el aula de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Granada. El recuerdo se establece a partir de un viejo cuaderno y de la música de Brahms. Esta armonía prosódica –querida lectora, querido lector–, estará engarzada, a lo largo de toda la obra, con pasajes musicales y breves poemas que dan el tono psicológico y estético, nutrida con referencias al mundo medieval y a sus conceptos de belleza artística, que ambos admiran, el maestro y su introductor textual (también este escriba cronista). 

Asimismo, como base de esa armonía que busca el viejo profesor, o “asunto nuclear”, están las proporciones matemáticas; y está el latín, la lengua que sirvió para estructurar lo que entendemos como “Cultura Occidental”, hoy absurdamente preterida de las cátedras de Humanidades, como ha ocurrido en Chile con la enseñanza de la Filosofía y la Educación Cívica; como se establece hoy, mediante un aberrante decreto, con la asignatura de Historia.          

De esta lengua romana que podríamos denominar llave maestra de nuestro entendimiento idiomático, el autor (¿los autores?) escoge la que proviene de flor, floruit–florecimiento–, aplicada “al momento en que una vida humana alcanzaba su punto álgido”, o cenit, cuando cabe iniciar la senda de la Filosofía, ese camino de la continua interrogación racional y espiritual que permite al ser humano emprender la áspera ruta de la sabiduría. Los momentos del floruit surgirán a lo largo del texto, en instancias de elevación o plenitud.

La intención queda expresada en unas anotaciones del profesor Kersting que el editor reproduce; selecciono un párrafo que me parece necesario para esta crónica:

…También estoy tratando de acercarme de nuevo a mis intereses antiguos. Por aquella época, yo era muy aficionado a la lírica. Sobre todo, medieval. Y recuerdo haber dedicado bastante tiempo a la cuestión de cuál podría ser hoy la forma legítima y fecunda de pervivencia de los asuntos explorados por los Minnesänger”, trovadores germanos, de los siglos XII y XIII, análogos a los cultores de la trova galaico-portuguesa, en las extensas rutas del Camino de Santiago.

En el segundo capítulo, titulado ‘Crónica de un viaje en el tiempo’, “en el que el profesor viaja en busca de la juventud y de la imposible recuperación de un instante perdido para siempre”, porque:

La eterna juventud puede alcanzarse ante todo de dos maneras: la primera, y con más garantías de acierto, por la gracia de Dios; la segunda, por el dominio del tiempo… Y quedan finalmente los intentos de conseguirla por procedimientos dietéticos y medicinales”.

El recorrido se emprende como ruta geográfica y paisajística. No es necesario encomiar las bellezas de Granada, una de las tres más bellas urbes construidas por los árabes en ese paraíso terrenal que llamaron Al Andalus, la Andalucía de poderosa simbiosis en la memoria y la herencia genética de muchos pueblos, en interminables migraciones y choques de etnias. 

Es moroso el caminar del profesor Kersting, entre las evocaciones poéticas y musicales. Versos que a este cronista le resultan conocidos, como si hubiese ya escuchado su rumor de aguas esenciales:

                                   Esa aguja que tiembla cada tarde,

                                   Como un helecho blanco en torno al río.

                                   Mi heredad.

El profesor recuerda, con positiva remembranza, la asignatura llamada Filosofía del Lenguaje… Cabe preguntarnos si así se enseña todavía, en esta época de evidente menoscabo lingüístico, puesto que Wittgenstein le recuerda: “Los límites del lenguaje son los límites de mi mundo”. ¡Ah!, si aplicáramos esa medida a la jerga contemporánea globalizada. 

Ella, la Amada, surge, sin nombre, quizá porque no es necesaria esa identificación civil en el pasmo del primer amor; podría también haberse llamado Minha Senhor, según la enigmática reverencia empleada por los trovadores de las Cantigas de Amor y de Amigo.

Ahora mismo la realidad consiste en una voz que brota de unos ojos intensamente azules. En la penumbra rojiza de la tetería. En el vapor que juega con las tazas, al llenarlas de nuevo…”.

Recuerda el profesor sus recorridos con Ella, ambos estudiantes, por las Cumbres Verdes, camino de la Fuente del Hervidero, Dílar, los Alayos… Meine Liebe…

Dice el estudiante y así lo escribe, que “no ha leído tantos libros como él se imagina… Ha leído sí, algún que otro soneto de Petrarca, pero sin tomarlo por un momento en serio. Y no digamos ya a Goethe y los románticos”…

El cronista piensa que este profesor que escribe el Tratado de la Eterna Juventud, premunido de un simple cuaderno, en sus días de estudiante, se le parece a él en tiempos juveniles, cuando también buscaba la golosa expectación de la lectura –y, ay, la incipiente escritura– en el juego de abanicos superpuestos que es la biblioteca infinita, imposible de abarcar, vuelta una de las mejores utopías, como bien lo estableció Jorge Luis Borges; también siente el cronista que este libro, en alguna medida, lo va leyendo, desnudándole en parecidas palabras y en semejantes anhelos, quizá porque el prurito de la nostalgia va incrementándose en la senectud, cuando, como Alicia, intentamos mirar al otro lado del espejo.

El cronista nunca estuvo en Granada, nunca pisó los caminos de Al Andalus, aunque ha soñado con recorrerlos, sobre todo por Federico García Lorca, a quien no se cansa de admirar y releer. Uno de los elementos de su poesía, que el estudiante Franz Kersting menciona y recrea, es el agua, cuya máxima expresión poética y rumorosa son los jardines del Generalife. El agua es la memoria nostálgica, la herida del tiempo extraviado: “Granada es el borboteo tranquilo de las fuentes en la Alhambra y el Generalife. Pero es también el rumor nocturno del Darro en el Paseo de los Tristes, a la hora en que van cerrándose ya los locales. Y es el Genil que descansa los domingos en el ancho y vistoso Paseo del Salón. Y es el bullicio de la fuente en la Plaza Trinidad…”.

                                   Luna en el agua.

                                   La memoria, inclinándose, 

                                   roza casi las hojas que se sueltan…

            

Existe también eso que llamamos “mundo virtual”, donde hemos ido acopiando una cantidad casi infinita de datos e informaciones que a menudo nos dan la ilusión de restablecer lazos difuminados en el tiempo pasado, nombres y, tras ellos, los seres que se diluyeron en los senderos que se bifurcan… Un posible reencuentro con Ella, pulsado, como un scherzo de Brahms, entre la desgarradura de la tentación y el apremio del deber con otros seres amados que llegaron después de esa historia a la existencia del profesor, otrora enamorado estudiante bajo los encantos de Granada, para constituir el núcleo familiar que comprende, sin duda, el más alto e inviolable floruiteucarístico.

Dos bellas palabras, pronunciadas por ese gran amador que fue Goethe, hasta el ocaso de su vida: Meine Liebe… meine Liebe, resuenan en al arca del corazón de ambos narradores –piensa el cronista–, Franz J. Kersting y Francisco J. Soler Gil, traduciéndose en afirmación, pregunta, anhelo, esperanza o resignación crepuscular…

¿Cómo se resuelve esta dicotomía afectiva cuyo trazo se extiende a tres décadas? El cronista calla; eso debe averiguarlo el lector en este viaje interior y de reminiscente periplo exterior:

“¿Qué es al final el instante vivido…? Bueno, si me apuras, te responderé que en el fondo no contamos más que con dos lecturas contrapuestas: el instante según Nietzsche y el instante según Platón… Podríamos decir que la vivencia del momento es infinitamente intensa e infinitamente fugaz. Y no hay nada más”.

Pero hay algo más: las palabras que componen y articulan el texto, como la Obertura Académica de Brahms, la obra y sus interminables entrelazamientos. ¿Acaso aquí yace la clave de la eterna juventud? Si la memoria no puede asir la pretérita realidad difuminada, tampoco podrá rescatar de las sombras el amor perdido (ya lo comprobaron Proust y Joyce; mucho antes, Jorge Manrique). Sin embargo, podemos en alguna medida paliar los efectos de esa ceniza que llamamos olvido, mediante la recuperación de un estado espiritual que los recuerdos atesorados nos proveen. Es lo que logra Frantz Kersting con este Tratado singular, de la mano de Francisco José Soler, a quien el cronista agradece este hermoso libro, haciendo suya, para concluir, la poética exhortación:

Wir hatten gebauet                           Habíamos construido

ein stattliches Haus                           una casa magnífica

und drin auf Gott vertrauet               y confiado en Dios, dentro de ella

trotz Wetter, Sturm und Graus,         a pesar del mal tiempo, la tormenta/

                                                           y el espanto

(…)                                                      (…)

die Form kann man zerbrechen         Se podrá romper el molde

die Liebe nimmermehr.                     pero ya nunca más el amor.