Opinión

Todo en nombre de Alá

Si Occidente continúa dejándose amedrentar en manos del Islam, llegará un día no tan lejano en que esa religión –en un tiempo esplendorosa y tolerante– nos obligará a salir a la calle con turbante y barba enrojecida.
Lo expresó rabiosamente hace unos días un imán encajado cerebralmente en el oscurantismo del siglo VI: “Si los europeos no se avienen a las sacrosantas Suras de Mahoma, beberán sangre y comerán tierra seca”.
El Islam, en su compromiso histórico, merece respeto; no obstante, sus seguidores les corresponden hacer lo mismo con otros credos. 
La religión musulmana provoca miles de muertes al año. Unos 78 millones de cristianos perseguidos en 26 países sarracenos. Mujeres adúlteras lapidadas bajo leyes brutales, antihumanas. Docenas de homosexuales se les sacrifica, los lanzan vivos al vacío colocados en altas azoteas, cortados en rebanadas, hervidos en aceite, lapidados. Es la barbarie del espanto que no cesa. Y todo en nombre de Alá, un dios que jamás, ni en los escritos del profeta, ordenó esas atrocidades. Fueron seguidores fanáticos, imbuidos en mentes podridas, los causantes de tantos ríos de dolor y sangre. 
En cierta ocasión el expresidente del gobierno español José María Aznar se preguntó: “¿Cuál es la razón de que Occidente siempre debe pedir perdón ante el mundo mahometano y ellos nunca? ¡No olvidemos que la Península Ibérica estuvo dominada durante ocho siglos!”. 
El cristianismo –en tanto– no debería arrinconar tampoco las cruzadas y la inquisición, si bien en la actualidad está muy lejos de actuar como el Islam. 
Estas cortas líneas no están hincadas en busca de una polémica. Durante siglos –entre el ecumenismo no sincretista– judíos, cristianos y mahometanos vivían juntos en armonía.
Nadie es una isla subrayó el clérigo inglés John Donne, “y por consiguiente, nunca hagas preguntas por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Es decir, cada uno de nosotros, todos, tenemos en alguna parte, recemos a Yahvé, Dios o Alá, una caverna abierta a ras de tierra.
Venida de la noche profunda, la religión ha sido un eterno anatema: persecución, tortura y expiración, pero nunca semejante ahora cuando uno conceptuaba que la civilización había llegado al zenit de su apogeo –fuera de toda creencia o duda– florecerían al unísono amparados en la libertad personal.
Todavía se comprende el pavoroso y poético libro de Imre Kertész, ese húngaro galardonado con el Premio Nobel de Literatura y culpable de haber sobrevivido a los horrores de los campos de concentración, el stalinismo.
En ‘Yo, otro’, el superviviente de Auschwitz se paseaba con dolor y profunda angustia encima de las fibras más sensibles de cada hombre y mujer recordando al portugués Pessoa entre otras voces de la literatura poética europea: “...yo no existía, yo era otro... Hoy volvía ser de pronto el que era / o el que soñaba ser”.
Los ruiseñores agonizan a razón de su canto ácrata. Entre el ave y el humano construido de sensibilidad, palabras y arrebatos excelsos, hay un afluente de afonías y de amapolas mustias que no debería jamás dividir en dos márgenes inalcanzables la convicción espiritual.
No todo vale en nombre de Alá, cuando se trata de amargura, angustia sangre, dolor y lágrimas.